Quizá sea la edad, la falta de pericia, las prótesis y torpeza vital pero bajarme los pantalones me supone toda una odisea. Llego a casa, intento ponerme cómodo discreta y graciosamente que ya dijo el Quijote que no puede haber gracia donde no hay discreción; debajo de la almohada me espera el pijama y la mítica camiseta de legumbres Luengo (aquello sí que eran lentejas); de pie aflojo el cinturón, bajo la cremallera e intento sacar una pierna, siempre primero la derecha (Herrerita supongo que la otra) y… se atasca la pierna con los bajos del pantalón; con habilidad flexiono la pierna, arriba, abajo y…nada; está enganchado y no sale. Se me llevan los diablos, insisto, pero tampoco extraigo mi pierna hospitalaria; sigo de pie, dejo la muleta sobre el lavabo y me apoyo en el armario (ropero) con seguridad (de momento en mi casa todavía no ha salido nadie), doblo el tronco y con la mano izquierda tiro de la culata del pantalón que al final sale en retroceso, doblado, arrugado y a medias con el final del pantalón en la punta de mi dedo gordo. Cabreado doy un tirón de la otra pernera que sale limpia y también al revés. Me siento en la cama, desdoblo los pantalones (al derecho), tiro la percha con rabia contra la coqueta y me pongo a hacer pucheritos: ¿Por qué a mí?. Debería estar acostumbrado a la bajada de pantalones pues desde el 95 trabajé con políticos, vi cómo se los bajaban (ahora prometo después me desdigo), conocí tránsfugas (el penúltimo antes de ayer) y como desde el tobillo mudaban siglas, bancada, mítines y subvenciones quienes decían que sus pantalones no se bajaban. Pero nada, que no me acostumbro y conforme me hago mayor más me cuesta bajarme los pantalones. Total, ya tengo casi todo el pescado vendido, estoy más visto que mis tebeos de la infancia y a estas alturas de la vida más me vale cojitranco y con tirantes que dar la nota con los pantalones bajados. Valgo más sin ellos.