Jura y perjura Pelín que, tras Cantarranas está la nada, la inmensidad extremeña, el the end castúo, el finisterre de las dehesas, el non plus ultra de los Romanos; por eso lo suyo no era viajar (darse un viaje para él era otra cosa) porque decía que entre la Charca y el Polvorín se encontraba el sitio más maravilloso del mundo, todo lo que un hombre puede encontrar; casualmente el Tabarín y la barriada de San Bartolomé estaban a mitad de camino. Más que el holandés errante Pelín era el emeritense anclado. Esto viene a columna porque el otro día reflexionamos Pelín y yo sobre la identidad emeritense que, en esencia, muchos todavía no la han descubierto y que contra viento, marea y camalote Pelín la ubica en las barriadas. Ser de Mérida es ser de barriada. Mérida está hecha de su gente y su gente es de barriada. Incluyendo a los de la Charca. Mi cuate Carlos está orgulloso de vivir “en el centro” pero ni en la calle Santa Eulalia ni por Félix Valverde Lillo está el alma de Mérida; por allí se pasa pero no se está. Alguno pensará, para sus adentros, que esa reivindicación de mi barriada es cansina, que no es para tanto pero las cosas de mi barrio son las cosas de mi patria (la patria para algunos es un escote de mujer), de mi país: sus bares, sus olores, sus gentes, sus dejes, sonrisas y amores. Sus inundaciones en otro tiempo, sus rincones, sus árboles, sus coches, sus gatos, sus perros y sus ratones; mi Romano y ese lugar con flores donde antes fumaba mis puros (ya, no) y donde ahora entre artrosis, sudor y gin-tonic (en casa) aprovecho el tiempo. Será esa sensación de fin del mundo que recorre el trayecto entre el Circo y el Teatro Romano, será que estar en casa acerca los recuerdos y aleja los fantasmas, será que para expresar los mejores sentimientos de la vida a veces no se encuentra nada más significativo que las amistades o los afectos familiares. Será.