Recibo una muy merecida corrección fraterna de alguien que me estima y me recomienda que me acostumbre a emplear el honroso título, para nuestros hermanos limítrofes, de badajocenses y no el de pacenses. No hace falta decir más; la reconvención es sutil y delicada, la agradezco de corazón pues no se puede entrar en columna de prensa como elefante en cacharrería o, como diría mi hijo Currino, «like a bull in a china shop», que aunque me lo sople desde Cardiff es comparación acertada para Mérida.

Por ese camino fracasas con todo el equipo y conviene moderar los impulsos no vayamos a terminar como acabaron Pelín y Miaja el domingo del ascenso, por los suelos. Estos dos tienen la costumbre de ver los partidos de fútbol sentados en el voladizo de la tribuna del Romano Fouto, a diferencia de Cascarilla, que se pone en lo alto de la caseta de la COPE porque dice que desde allí otea el silo, atalaya de mi barriada y asignatura pendiente de ARO.

Por más que le digo a Pelín que venga con nosotros a tribuna al lado de Pablo Burgos, Antonio y mi Jorge, el muy disipado sumido como siempre en melancólica contemplación me canta: «No, no, no nos bajarán», y se ventila allí arriba en la esquina que linda al Fondo Norte.

Ocurre que el día del Socuéllamos, a hard day’s night, entre el partido, la prórroga y los penaltis a Pelín la emoción le venció, pues una cosa es estar muerto y otra no tener sentimientos (yo te quiero con el alma y el alma nunca se muere). Y como Mérida es un sentimiento que se lleva bien adentro (que sí oé que vamos a ascender) pues Pelín recordó sus tiempos de añorada dupla con el mítico Diego Lozano.

Fue marcar Alex Jímenez el decimotercer penalti, que ya es hartera de penas máximas, y a Pelín le entró un no sé qué que le hizo volar un qué sé yo y elevarse no sé cómo dando vueltas en un batiburrillo de volatines sobre la piscina climatizada (invento municipal consistente en agua fría en invierno y caliente en verano); total, que Pelín que suspiraba por el ascenso con la misma intensidad con la que yo suspiro por el socarrat de las paellas de Carlos en Mirandilla (no hay peligro, el muy ladino se jacta de no leerme nunca), tiró de Miaja para no extraviarse. Y al final los dos trastabillando por los aires fueron a estrellarse allá por el erial del antiguo cuartel de los soldados.

Como son fantasmas el costalazo es lo de menos, pues ni rugen ni mugen ni sienten dolor. Aunque sus figuras hacen pensar en lo efímero que está a punto de disiparse, ello no les impidió volver a componer su espíritu, invadido por la alegría de quien sabe que ha despertado de un sueño, el del ascenso del Mérida, sueño del que tardarán en despertar (por lo menos una temporada). Antes de irse a celebrarlo a la plaza de España Pelín me llamó y al ver mis lágrimas se echó a reír estremeciendo la sábana mientras su sonrisa se desvanecía, se desvanecía…