La gracia la tenía a raudales. Micaela González Casado era una mujer entrañable. La última vez que estuve con ella fue en diciembre, cuando hizo unas deliciosas judías con chorizo para los comensales que se encontraban en la cacería de la finca de Vicente y Jaime Castelló. Te preparaba unos callos picantitos que te subían los colores al margen del colesterol y los triglicelidos.

Durante muchos años estuvo como sastra en los Festivales de Teatro Clásico en el Teatro Romano de Mérida. Todas las actrices y actores la mimaban. Les resolvía todo problema que pudiera producirse en el vestuario. A Paco Valladares por poco no le cose un testículo al pantalón. Se le había roto parte de la bragueta, tenía que salir en unos minutos y el tiempo era primordial, se puso nervioso, se movió y la aguja casi le atraviesa. El grito se oyó en todo el teatro, es posible que alguien, como era un drama, pensara que el alarido formaba parte de la obra.

Se ocupaba de todo en los camerinos, siempre la encontrábamos con la tijera en la mano, un acerico en la solapa y muchos hilos de distintos colores.

Micaela formaba parte de las representaciones como una más. Era de la familia. Y en más de una ocasión tuvo que demostrar que no sólo era una buena costurera sino una magnífica cocinera. Entonces el peristilo era otro mundo muy diferente al de hoy. Nada que ver con lo actual. Actores y actrices se mezclaban con los extras, que también recibían los servicios de Micaela.

Ha muerto como ella quería. Sin avisar. Con el dolor de sus hijos José Luis y María del Mar y su hermana María, que estaba siempre con ella en todos los eventos.

Micaela es un símbolo de las piedras romanas y de esta ciudad. La Corte Celestial ya está probando sus guisos y muchos actores que ya marcharon forman corrillo para recordar viejos tiempos. Adios amiga mía.