Se escucha ‘daros la paz’ y me miran de soslayo apenas pestañeando mientras atisbo a dos palmos de distancia debajo de una ceja una especie de guiño. Chocante y extraña manera de dar la paz. ¡Prefiero que me den el codo! Esta trasera parte del cuerpo (nadie tiene el codo por delante salvo algunos alienígenas) está en alza con la costumbre de saludarse dándose codazo amistoso. ¡Quién se lo iba a decir al codo! Miles de años de historia de la humanidad y por fin el codo empieza a ocupar su papel protagonista. Y no es que el codo no fuera importante: sin codo el brazo no podría articularse ni extenderse ni flexionarse ni moverse (salvo que lo tengas mecánico).

El codo tiene en el cuerpo el impacto de la felicidad de las cosas pequeñas en la vida: ayuda a resistir las torceduras, las adversidades y, además, resiste muy bien el desgaste. Sin codos, fíjense su importancia, no habría toreros. Ni porteros. Pero lo cierto es que, hasta ahora, su papel era negativo: las malas notas era porque no le habíamos echado codos, si volvíamos perjudicados era porque habíamos bebido empinando el codo; un conocido era alcahuete porque hablaba por los codos (chismosamente); aquel tipo era un imbécil porque iba por la vida dando codazos (que es distinto a hacer algo codo con codo). Ni siquiera los poetas, que tenían versos para todo, reparaban en el codo. Ni los amantes que se besan en cualquier parte eligen el codo (implica riesgos bucales) porque el codo era una parte del cuerpo que no emocionaba, carecía de propiedades afrodisiacas.

Hay que tener cuidado con el codo, no se pueden cometer errores con él, me recuerda a una persona muy cercana y querida que no comete errores casi nunca. Y, si los hace, la culpa es mía. Quiero decir que un error en el codo y adiós mano. Sin embargo hay algo del codo por el que vale la pena tenerlo: gracias a él podemos llevarnos la mano al corazón que eso sí que es para dar la paz.