Todos mirando el móvil: no me quiero poner trágico pero soy de los que opinan que el modo en que nos relacionamos con las pantallas puede modificar la estructura cerebral (dice Pelín que la mía ya estaba dañada antes) porque afecta a la sustancia blanca del cerebro. Es imposible estar viendo seis horas Tele5 y que eso no te deje huella. Imposible. Aunque no atiendas, aunque lo tengas como telón de fondo. Pero volvamos a los móviles: se han convertido en el centro del universo de muchos, cautivos de las pantallas, que hace a la sustancia blanca dar vueltas por el cerebro como el tambor de una lavadora que siempre se está reiniciando. Impasible (el ademán) mientras nos bombardean con futilidades en las que no se logra captar la atención (Nemo tenía más retentiva). Y si se logra, peor. Desinformaciones. Contrarrealidades. Noticias falsas. Repeticiones. Exageraciones. A la verdad, que le den. Sí, ya sé que esta es la típica columnita del verano contra la falta de voluntad para dejar los pantallazos (a mí me pasa intentando adelgazar), esa moderna adicción a las pantallas y dependencia a perder el tiempo. Vaya patología.

En la pandemia se han pasado de las 2/4 horas diarias (dependiendo de los sitios) a las 3/7 mirando pantallas. Una burrada. Si sumamos, no lo aconsejo, esas horas diarias por semanas, meses, años de nuestras vidas el resultado es terrorífico. Porque si miras la pantalla no miras a nadie. Ni de frente, ni a los ojos ni a las... bueno, a otras cosas. Pasamos más tiempo viendo pantallas que en la cama, ¡con la de cosas eficaces que se pueden hacer en la cama! Como idiotas vamos a contar pantallas. Mientras a nosotros nos ven, ¡vaya que si nos ven! Ese es el lado oculto recíproco de la pantalla, que deja toda tu intimidad, tu historial, al descubierto, sin que puedas impedirlo. Al final nos iremos a la tumba, a esa a la que todos deberíamos llegar vivos, con los ojos achinados, y muertos unos años antes de morir. ¡Por imbéciles!