Me espetó el parroquiano, en la barra del Nevado, que yo estaba anticuado y lo que necesitaba era «resetearme» porque me estaba quedando solo y a contracorriente. Para estar solo estoy bastante bien acompañado. Pero a contracorriente es cierto, una contracorriente numerosa y que vale la pena.

Como no acababa de entender lo del «reset» me fui a buscar qué era eso. Reset es reponer o reiniciar; supone una puesta a punto, en condiciones, de un sistema, mecánico, lectrógeno (ya se que no se dice así) o de otro tipo. Sinónimos: recomenzar, retomar, reemprender, reanudar, seguir, proseguir, continuar, restablecer y, este lo añado yo, convertir.

Esto de convertirnos nos lo dijo Jesús, y nos lo sigue diciendo, aconsejándonos que mientras la vida va pasando, todos necesitamos convertirnos y reconvertirnos, mientras vamos cayéndonos y levantándonos. Pero el «reset» que este vecino de barra me pedía no iba por ahí; su reseteo significa borrar, quitar, olvidar, es un resetear con una tecla que debería poner «olvido», eso que ahora aparece de «este mensaje ha sido borrado», suprimir datos personales en Google, eliminar las fotos de tu ex (amigo, esposo, socio…), darte de baja como quien se quita un tatuaje.

Esta especie de ‘derecho al olvido’ no es tan fácil como ‘borrar el historial’, (por algo será), ‘eliminar datos’ o ‘deshacer los cambios’. Siempre queda en algún lugar esta peligrosa huella de nuestra vida, es imborrable, tanto como el evangélico «no hay nada oculto que no termine por saberse». Y es imposible, como poner puertas al campo, porque una vez sale de nosotros son amigos, conocidos, desconocidos o rozados los que se apropian de la foto o el texto. Y eso ya no hay quien lo pare, pues se disemina por la red como viento impetuoso, y esa prótesis (de esto sé algo), aquella relación tipo «Mira mi brazo tatuado / con este nombre de mujer», es imborrable. Prefiero hablar con el corazón, ese no falla, y cambiar el reset por el latín: Cor ad cor loquitur.