Hace diecisiete años su abuelo le llevó de la manita a San José a ver aquella incipiente hermandad, entonces solo afanes e ilusiones, que empezaba a formarse, como él, en la vida. Con ocho años salió de nazareno en el tramo de los hermanitos pequeños; después cargó muchas procesiones a mi lado con uno de los faroles (¡si la luz de esa vela hablara!) y cuando yo empecé a coleccionar prótesis él cogió nuestra Cruz de Guía, que pesa aunque no lo parezca, menos mal que no se lleva con el cuerpo sino con el alma.

Este nazareno creció con la cofradía (y mucho) y allí aprendió a querer a nuestro Cristo vivo entre amor, pan y vino. Allí sintió el calor de su mirada. Faltó su abuelito pero él siempre siguió nazareno de la Cena. Por él y por nosotros. Y, como mandan los cánones con el hábito bien puesto: capirote, túnica, capa, guantes y sandalias, todo limpio, planchado y confesado, por dentro y por fuera (hasta las sandalias). Cuando la Cruz de Guía de la Sagrada Cena traspasa la puerta de la hermandad, enfilando la calle Octavio Augusto, empieza la primavera en Mérida, porque en mi pueblo la primavera siempre empieza el Domingo de Ramos a las cinco de la tarde, caiga como caiga ese año y salga el sol por dónde salga, que siempre sale.

Y con la primavera la Semana Santa se ve y se siente. Detrás de esa cruz va toda una estación que con serenidad, con alma y con calma, sale a las calles de la bimilenaria para proclamar nuestra fe, nuestra alegría (¡estamos cenando!) y homenaje a la herencia de nuestros abuelos; comprometidos en hacer lo posible y lo imposible para que todo salga bien, comprometidos en unión de cofradía, barrio y parroquia, comprometidos con la piel que habitamos, la túnica que vestimos y el corazón con el que amamos. Esto no es solo cuestión de creencias, esto entronca con raíces profundas, musicales, artísticas, sociales que dan realce a esta Mérida que nos toca vivir.

Con cofrades como este portador de la Cruz de Guía la Semana Santa siempre estará viva, al compás de penas y alegrías, de marchas, revirás y cansancio, transitando por la tristeza porque acompañamos a alguien que va a morir por nosotros. Pero tranquilos, que después resucitará con el rachear del alba. Con nazarenos como este hay tramos para la esperanza, luz en los faroles y autenticidad debajo de los capirotes. Hay fe, devoción y memoria. Este nazareno no vive en Mérida. Sus padres le traían de Sevilla. Hacía la estación de penitencia y se volvía, callada, discretamente, sin aceptar invitaciones. Este año ha venido de más lejos, cogió el avión, surcó el Océano Atlántico, llegó a Sevilla, se dirigió a Mérida. Tomó su Cruz de Guía. A las siete horas la colocó en su pedestal. Y después se volvió, a por el Atlántico de nuevo. Se llama Luis. Los de la Cena estamos orgullosos de él. Ustedes también deberían estarlo. Este nazareno vale la pena, emociona.