THtace 19 años, cuando Pilar Vargas, junto con la técnico de Cultura, Eloísa Rodríguez, trasladaron la feria del libro al parque López de Ayala (o de los enamorados) muchos, incluidos los libreros, pensaron que era la muerte anunciada para una celebración que, en la plaza de España, se había quedado ya obsoleta y cateta.

Pero la feria cuajó y echó raíces en este bello rincón emeritense que, cada primer fin de semana de junio, se convierte en el epicentro de la cultura de una ciudad que, últimamente, está en constante movimiento. Así las cosas, y con escaso presupuesto, se ha montado una feria del libro con escritores de la tierra, promoviendo nuestras letras. Haciendo profetas a los escritores que vemos a diario, no en la tele, sino en plena calle Santa Eulalia. Una feria que guarda su esencia en un parque que la ha hecho suya y cuyas noches, mágicas donde las haya, se convierten en excusa perfecta para escuchar buena música en su ya consolidado ciclo de conciertos. Hay veces que las cosas, por mucho que se pretenda, hay que dejarlas como están. Y la feria es lo justo para una ciudad como Mérida, elegante, sencilla y con un extraordinario trabajo de los técnicos de la delegación de Cultura.

Hace unos días, en la presentación de la feria, anunciaba la delegada, Ana Aragoneses, que las casetas iban a ser las antiguas de madera (ya multiusos) y no las que trajeron, por primera vez, el año pasado. Una grata sorpresa ver que no ha sido así, ya que le da un toque de modernidad al evento. Quizás, para mantenerla, debería plantearse que sean las editoriales y libreros que deseen participar los que sufraguen el alquiler de las casetas, al igual que hacen los colectivos que montan caseta en la feria de septiembre y el ayuntamiento organice el resto. Se trata de una ocupación de la vía pública que, al igual que para la hostelería, debería estar recogido en las ordenanzas fiscales. A fin de cuentas, no dejan de ser los principales beneficiarios de la misma. El tema... ¿Quién le pone el cascabel al gato?