Febrero de 1972 cayó en bisiesto; lo sé porque ese 29 escribí una carta, porque me dio la gana, en un piso que había alquilado don Guillermo Soto en la calle José Ramón Mélida, la emeritense calle de las Torres. Esas que se llamaban Rapapelo y Espolón y que conformaban la muralla romana bordeando el Teatro y Anfiteatros romanos, su límite, dejándonos fuera a los de la barriada de la Argentina que, como bien se encarga de recordarme mi querido Chema, nos la dedicaron a inmensa necrópolis de la que a mí, que vivo encima, no se me aparece ningún habitante (de la necrópolis) porque bastante tengo con Pelín.

Aunque las Torres eran romanas, Rapapelo (de nombre Mejías) era un señor que vivió en una de ellas por 1479 (esto me lo ha dicho Fernando y va a misa) y la de Espolón también debió tener su altura y consistencia pues duraron muchos siglos (más duran las del acueducto de Los Milagros).

El piso aquel de la calle Las Torres albergó un club juvenil durante unos años, lugar que frecuenté cuando era delgado y con pelo (o sea, en un tiempo muy, muy lejano) y donde tengo ubicados recuerdos y nostalgias que rememoré el pasado sábado cuando un grupo de amigos, de entonces, de ahora y de siempre, rendimos homenaje a don Guillermo Soto Burgos, torre de la Bimilenaria. Cuidado con él, inquieto sacerdote, párroco que a pulso construyó la Iglesia del Calvario, gestó la Escuela Familiar Agraria, EFA por la que tantos hemos pasado en 50 años y a, poco que te descuidaras, te pegaba un mochuelazo con esa inmensa labor social que es la Campaña del Mochuelo. Y etc.

Eso, que se sepa, porque su iceberg sacerdotal deja por debajo cosas que no aflorarán nunca. Él, tira por elevación y dice que todo es obra de Uno que nos ve desde lo alto. Vale, pero este curita le ha salido al de lo Alto, como instrumento, una torre de primera, de primera división celestial.