Hace muchos años yo gozaba con los gorriatos. Serpenteaba el camino viejo (de Esparragalejo) entre el tejar (y ladrillar) de Norberto del Río y la Papelera donde mi padre se dejó la vida haciéndonos fácil la infancia a mis hermanos y a mí. Desde allí bajábamos a la alameda de eucaliptus que bordeaba el Albarregas y por entre ramas y tejas sobrevolaban cientos de gorrioncillos con babero amarillo, ese principito de los aires acostumbrado a nuestra presencia, que no diré que comía de nuestra mano pero casi, y mira que por allí había grano dónde alimentarse porque el algodonal de los García de Blanes daba para mucho. Y uno, que es más tordo que jilguero, disfrutaba viendo a aquellos gorriones que te mantenían la mirada, adivinaban pensamientos, descubrían sueños y aclaraban dudas, todo eso sin piar, o piando poco, quedos y pardos encima del árbol. Ahora que no los veo me vienen estos pellizcos a la memoria, danzando en un pensamiento confuso y melancólico, porque también a los gorriatos los echo de menos; no es lo mismo la paloma o la jodía tórtola (turca) que mancha el suelo y el vuelo que aquellos gorriones que se asomaban al patio de la Papelera, al calor de la cocina donde mi madre nos daba pan, aceite y azúcar o, excelso desayuno, huevo duro con queso curao y aceite (todo muy picaíto). El gorrión, sutil y mañoso, esperaba las migas que caían al sacudir el mantel, comía de lo nuestro pero lo hacía de forma educada, sosegada, venía pisando quedito y moviendo las alas blandamente bebiendo, cuando se terciaba y con pucheritos, del agua del cubo. Pero ahora apenas veo gorriones y me sobran palomas, tórtolas y caraduras (pájaros de otra calaña); con su desaparición, discreta como su vida, se me va un cachito de memoria, ese intrincado laberinto de recuerdos inseparable de afectos, personas y gorriones que, «on va la corda va el poal», vuelven confusos los ayeres (debe ser por eso que dice Gloria que los fabulo).