TEtn algunos documentales vemos la crueldad de la naturaleza, como el león que toma un territorio mata a los cachorros del que estaba antes que él. Nosotros no somos, al menos la mayoría, animales salvajes. En Mérida sin embargo, anda suelto alguien peligroso, un sádico que tiene como actividad en su tiempo libre lanzar comida con veneno o con alfileres y clavos a los patios privados de los unifamiliares de la urbanización Jardín de Mérida y que podrían haber matado algún niño pequeño. Los vecinos han puesto carteles advirtiendo de "este asesino que anda suelto" y que ha matado ya a varios perros de esta zona, proporcionándoles unas muertes lentas y dolorosas, aún más agónicas si cabe que las que provocan algunos cazadores siniestros a sus galgos cuando creen que ya no les valen.

Son muchos también los que abandonan a su suerte y deambulan por Nueva Ciudad y por los solares de la Avenida Luis Ramallo, enseñando a cada zancada, tras el pellejo, la estructura ósea de su cuerpo de atletas, la escalera finita de sus costillas y engarzados al final de un largo hocico, unos ojos tan grandes como tristes. Es cierto que los perros tienen que ir atados y que no se exige que algunas razas peligrosas vayan con correa y que, igual que hacen los padres con los niños, los cuidadores de animales deberían intentar que sus perros dieran la menor lata posible.

La policía debe hacer cumplir la ley que dice que deben estar identificados con microchip, llevar correa y en algunos casos bozal y que se cumpliera la ley de maltrato animal para evitar que bestias como el que está matando en la zona norte siguiera haciéndolo. Pero claro, primero habría que reformar la justicia para que otros casos más duros no se atascaran durante años en los juzgados obligando a las víctimas a no poder olvidar ciertas tragedias y retomar sus vidas para que después algún fallo administrativo, perdido en los montones de miles de folios que se enmohecen en los archivos, les haga quedarse peor y desear no haber denunciado nunca.