Érase una vez un ser que harto de estar harto de aparecérseme y que no nos tomarán en serio ni a él ni a mí (nunca en la historia se ha hecho menos caso a dos fantasmas) amenazó con convocar una rueda extraterrenal en las VII Sillas o bajar en perfomance de ultratumba durante una función del festival de teatro (Romano, por favor).

Me lo dice Pelín mientras ensaya de manera lamentable su declamación entre el chirrido del arrastre de oxidadas cadenas que apagan el «Oh! voces de la oscuridad que pululáis por Cantarranas, oh sombras negras que bajáis por la Aguina, oh espíritus misteriosos de la Antigua». Con Pelín corro el riesgo de no terminar una conversación pues si le llevo la contraria acostumbra a desvanecerse (mejor no doy nombres de otras personas con quienes me ocurre lo mismo) y salir pitando a la cuarta dimensión (entre Carija y la Albuera) sufriendo, en su fuga, rasguños a la altura de su hipotética rodilla, despellejándose la sábana, y magullándose la argolla derecha. Una época que tuvo ojo era espectacular verlo moverse en su órbita. Otras veces, sin embargo, aguanta el tipo (volátil) y mantiene una especie de conversación astral, farfullando extrañas maldiciones del medioevo o recitando poemas ininteligibles de Bellido Almeida (quizá sobre lo de ininteligible).

Hay un algo fantasmal en los espíritus con cuentas pendientes. «¿Es que no se dan cuenta que los fantasmas tenemos emociones, sentimientos, palpitaciones?». «No solo existimos sino que vagamos por los cuatro puntos cardinales, no nos pueden reducir a apariciones graciosas y atrayentes a la par (al mismo tiempo, me explica) como esa superposición de cuerpos astrales en el entorno de la piscina climatizada». En otro tiempo Pelín lo solucionaba a la emeritense manera del Nevado, pero ya ni bebe ni come, ríe sin muecas, llora sin lágrimas (pero con alma), yace sin suerte, tiembla sin espasmos. Y sigue amando Mérida, porque el amor es más fuerte que la muerte.