Quizá todos seamos polvo de estrellas pero unas brillan más que otras por su intensidad, su cercanía o un aura que no solo depende de ellas porque es reflejo del sol. A Guadalupe Ortiz de Landázuri la Iglesia universal, santa, católica, apostólica, romana y de un tiempo a esta parte asaz transparente (con los riesgos que comportan los techos de cristal: se ve todo) la elevará a los altares declarándola beata, que viene a ser camino para el supremo brillo de la santidad. Aunque ya está allí, desde el sábado 18 de mayo podremos mirar al cielo y ver a Guadalupe en ese firmamento estrellado de mujeres y hombres de todos los tiempos que por un camino u otro (desde el martirio hasta la ordinaria vida anónima, doméstica, normal) brillan en lo alto y dejan estela de su atractivo ejemplo que, ojalá, nos mueva a imitarlos para llegar por un rumbo u otro, al mismo lugar.

Esa deriva celestial, rebote de la luz de cristo, en algunos viajeros (Guadalupe sin ir más lejos) suele llevar como equipaje una vida cristiana de trabajo, amistad y buen humor. El Papa Francisco nos habla de esas mujeres excepcionales (dentro de su normalidad) como el «genio femenino» que sustenta la sociedad y la Iglesia. Y el Sumo Pontífice, puente entre la tierra y el cielo, sabe de qué habla. Por eso Francisco alaba a esas mujeres como Guadalupe Ortiz de Landázuri, normales, sencillas, alegres, optimistas y pendientes de los demás, que viven entregadas a Dios en su trabajo y en su vida diaria. Esas mujeres, dice el Papa, que pueden ser tu vecina de la puerta de al lado o que te las encuentras en el ascensor; aquellas que viven cerca de nosotros.

Guadalupe con su sonrisa abierta y acogedora es una de ellas, en la que tintinea su desparpajo en el hablar, su humildad y su sencillez. Sin detenerse nunca, avanzando siempre y sin rendirse jamás. En lo alto de lo alto, muy por encima de estas estrellitas esta la Estrella Mayor, nuestra Madre, hoy más que nunca bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe bajo dos fulgores, uno como Morenita de las Villuercas y otro en el cerrito del Tepeyac en mi queridísimo México. En ese cerro, a orillas de la capital mexicana, el 9 de diciembre de 1531 (apenas diez años después de la conquista por los españoles) ocurrió algo inconcebible al indio Juan Diego (amerindio para ser exacto) y es que a la aurora, al alba, le salió al encuentro una figura celestial que se le reveló como la «madre de todos los hombres”. Esta señora excelsa no solo le entregó diversos mensajes, en un tono entrañable y lleno de ternura, sino que al final le dejó como testamento y herencia su retrato estampado en la tilma o poncho de san Juan Diego: una muchacha joven, amerindia como él, con la mirada ligeramente inclinada hacia abajo (hacia nosotros) cubierta con un vestido de rosas y un manto de estrellas. Una de esas estrellas quiero pensar que es Guadalupe Ortiz de Landázuri.