Hubo un tiempo de barbaries y también de hambres pertinaces. Nos contaron que había gente que comía gatos, esplendorosos gatos que eran capturados arteramente cuando buscaban comida, aventuras amorosas o peleas por el territorio con otros congéneres. Eso de dar "gato por liebre" no debió ser una ficción y en los pucheros debieron terminar, cruel e injustamente, las galanuras de algún que otro de aquellos poderosos felinos que llenaron los tejados y las tapias de nuestra infancia.

Es verdad que nosotros escuchábamos con atención aquellas historias de caza en la procelosa y desvencijada jungla de nuestra minúscula ciudad-pueblo, pero nunca nos hubiéramos atrevido a comer los despojos de aquellas infelices criaturas.

Tanto era el respeto que nos merecían quienes, entre tantas y tantas carencias, mantenían el control de las odiosas ratas y de los dañinos y prolíficos ratones. Todos teníamos gatos en nuestras casas, por nuestros corrales, y en alguna medida nos procuraban, a pesar de sus costumbres autistas y señoronas, unos arrullos de felicidad y afecto plenamente compartidos. Eran nuestros gatos los seres más cercanos a nuestros sueños cuando se nos quedaban mirando con sus enormes ojos tan cambiantes, para nuestra admiración, según transcurrían las luces del día o las sombras de la noche.

Y ahora, transportados a este tiempo de apariencia feliz, los gatos buscan su libertad y la supervivencia entre la osamenta pétrea, que cantara Larra, de esta pequeña Roma. Ya no están en nuestras casas porque en ellas nos estorban. Buscan por ello su libertad en el esplendor de unas ruinas, llenando de vida a las piedras muertas y dando alas a nuestros recuerdos y a la parte más sensible de nuestros afectos. Así se han hecho dueños del Templo de Diana para sorpresa de turistas que nos otorgan así la condición de pueblo civilizado.

Deberíamos propiciar la felicidad de nuestros cultos gatos que han tomado posesión de la Historia para morar en ella. Así encontraríamos una coartada de entendimiento entre especies, lo que sin duda resulta mucho más obligado por cercanía que buscar alienígenas por el inabarcable mundo interplanetario. Romperíamos así la obsesiva concepción antropocéntrica que llevamos tantos siglos empeñados en mantenerla y no enmendarla. A fin de cuentas estos congéneres han decidido vivir entre nosotros a pesar del rechazo que suscitan en parte de la especie humana.

Y sin embargo de vez en cuando aparecen noticias que no se entienden demasiado bien entre los parámetros de confort, progreso, educación, que nos rodean.

Es el caso que anda la gente de esta ciudad, la que ama a los gatos, revuelta porque han desaparecido todos los gatos de la numerosa colonia de las ruinas de Morería. Y resulta injusto que, sin más, se les haya culpado de transferir pulgas sin intentar siquiera tenerlos limpios y protegidos, porque el alimento se lo procuraban vecinos con otra altura en sus intenciones de descubrir un espacio de respeto, cariño y entendimiento común. Como ocurre en Gibraltar con los monos o en Roma con los gatos _ romanos.

Deberíamos intentar entender que si los gatos intentan conquistar un espacio de libertad entre las veneradas ruinas es simplemente porque quieren vivir entre nosotros y ser mínimamente felices entre la apabullante historia y el incierto futuro. Sólo nos tocaría cuidarlos un poco y quererlos más. Ellos seguro que nos darían a cambio un poco más de autoestima y tal vez la coartada necesaria para poder recuperar nuestra infancia, cuando aún creíamos que soñar siempre sería posible.

Seguramente aún valdría la pena intentarlo, con la ayuda de unos pobres y confiados gatos.