Pasaban pocos minutos de las nueve de la noche cuando Pelín se disponía a iniciar su plan de adelgazamiento cuaresmal y como el circuito inter puentes le incomoda por el riesgo de tropezar con gordos/gordas que por allí deambulan (en chándal), decidió ir al circo romano (hipódromo para nuestros abuelos) para, en soledad, empezar el régimen que le quite arrugas en la sábana que, según Pelín, son lastre del sobrepeso. Pelín iba a esas horas recitando el «mejor solo que mal acompañado», lo que no deja de ser un embuste pues su comportamiento fantasmal demuestra lo contrario: prefiere ir mal acompañado antes que solo (si lo sabré yo). Pero en mala hora se le ocurrió a Pelín ir al circo (cerrado) pues coincidió con la salida de lo que podríamos denominar fenómenos paranormales en lo que es un lugar arqueológico sito en una bimilenaria ciudad patrimonio de la humanidad (para más inri); no es normal que salgan perros desde unas puertas que dan directamente al circo, retozando como cachorros, triscando como cabras y cagando como vacas; ni es normal que allí se tiren escombros, restos de poda o vayan ustedes a saber qué ocurre.

Más que ocurre, ocurrió, pues allí no se expropió cuando se debió hacerlo, que por razones (supongo que legales) los vecinos de las casas colindantes tienen acceso al circo desde el patio de sus casas que, además, deforman la fisonomía del espacio oval y algunos (solo algunos) hacen uso inadecuado de ese privilegio, considerando en ocasiones el circo como extensión de sus parcelas. Y esto no son sensaciones: son datos. Vale, nos lo merecemos por no haberlo hecho bien en su tiempo, pero supongo que algo tendrá que decir Félix Palma ante lo que supone un desdoro para un circo que visitan más turistas de lo que creemos (echen un vistazo los sábados por la mañana) y que es punto de paso obligado en el circuito romano (lo será más con el buen tiempo). Mejor se lo pregunto a Palma y, de paso, que me explique lo de los inquilinos permanentes del teatro romano que, ese, es otro vestigio.