Cuando era pequeño conocí a algunos que llevaban peluquín. Y lo llevaban mal, si es que este adminículo se puede llevar bien pues el apósito parcial sienta fatal porque no hay manera de disimular lo indisimulable. No entendía que arrostraran la mofa y el escarnio ante el evidente quita y pon y, quiero pensar, que en aquellos lejanos tiempos el ser calvo estaba mal visto y los había que querían aparentar otra cosa: allá ellos, pero quizá lo de ‘lejanos’ no esté tan bien empleado pues la motivación de los injertos turcos de pelo no anda muy distante de esa visión estética al querer implantar en la cabeza, por las buenas, por las malas o con ricitos, lo que la naturaleza no nos da. Desde hace siglos los hombres han usado pelucas (aquello sí que se veía que era falso de toda falsedad) y ya Sansón marcó tendencia vinculando pelo con potencia, aunque por este camino no voy a seguir por la cuenta que me tiene. A mí cuando las denominadas entradas ya eran grandes vías me afeité totalmente la cabeza y comprobé que no estaba tan mal (la cabeza quiero decir); pero ahora se rapan incluso quienes podrían tener una melena considerable uniendo casi mata capilar y cejas. Desde Yul Bryner, el primero de los nuestros, y de quien dice mi hijo Álvaro, no sé si con segundas, que hacía papeles torvos «porque en las películas todos los calvos son malos» hasta la actualidad. Cada vez se ven más azoteas expeditas, brillantes y diáfanas de tal manera que ahora el orgullo es ser calvo y, si no lo eres, hacértelo, hasta el extremo que Donald Trump ha tenido que demostrar que no llevaba peluquín (en su caso pelucón) o sí, vaya usted a saber conociendo al personaje. Hay ejemplos en la literatura de alusiones a los faltos de pelo, desde el clásico ‘Lo maté porque era calvo’ hasta el ‘Ni un pelo de tonto’ y ya Juanita Reina popularizó con guasa su coplilla: «La cabeza como un huevo tenía don Valentín. ¡Ay mi don Valentín! Y se ha puesto como nuevo comprándose un peluquín. El día que lo ha estrenao a una niña se declara; y ella dice que ha notao que tiene una cosa rara. La madre dice: ¡hija mía!, como viene con buen fin, andando a la sacristía. ¡Y ni hablar del peluquín! Pues eso, ni hablar del peluquín.