Si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes», me aconsejaba don Antonio Becerra hace unos kilos (superado el concepto temporal mi vida transcurre por kilos no por años) y, desde entonces, con debilidad pero también con fidelidad veo cómo la vida va pasando mientras yo cuento planes y escucho carcajadas. Desde el comienzo de los tiempos, desde Belén, la llamada universal a la risa se mantiene constante pese a todas las penas y quebrantos; quienes tenemos hijos sabemos bien que la alegría se mezcla con las preocupaciones porque la sonrisa familiar es antídoto eficaz ante la desesperanza. Sin duda la alegría tiene sus raíces en forma de cruz.

Tengo que consultarle a mi querido asesor musical, Andrés González Méndez, ese que dice que tengo menos oído que un topo de escayola, cómo es posible que el Himno a la alegría, que pasa por ser la más bonita pieza musical jamás compuesta, nunca la pudo escuchar su creador, por la sencilla razón de que era sordo (sicut tapia), una ironía divina tendente a la risa desde lo alto. Si uno de los secretos de nuestra existencia no consiste solo en vivir sino en encontrar un motivo para vivir, buscar la risa ya me parece objetivo deseable, atribuyendo la risa a la alegría, claro. Hasta me puedo aplicar la enigmática y misteriosa sonrisa del gato de Cheshire ante Alicia, porque tengo la impresión de que esa sonrisa puede aparecer en mi vida en el momento adecuado y responder a mis absurdas dudas con una respuesta clara: «La vida tiene un solo sentido: hacia delante». Porque siempre llegas a alguna parte si caminas lo bastante, paso a paso, muletazo a muletazo llegaremos a algún lugar.

Toda esta perorata viene a cuento, o no, porque la alegría es tema dominante de mis ocupaciones y, por lo que estoy leyendo, también del Papa Francisco que nos anima a alegrarnos y regocijarnos (Gaudete et Exsultate), elevando la alegría. Él sí puede hacerlo, a testimonio de fe. Y les prometo que yo quería escribir de esto, pero mejor lo dejo para otra columna.