El otro día murió Stewart Adams, inventor del Ibuprofeno que, no sé si gracias al medicamento, alcanzó los 95 años. ¿Dónde hay que firmar? El caso es que el Ibuprofeno se fraguó gracias a una borrachera, como si Stewart hubiera hecho la emeritense ruta CEN (Chinche, Enrique -ahora Pepe-, Nevado) a todo beber y al día siguiente, horas antes de dar un discurso, tomó el medicamento que estaba investigando para la artrosis y le curó la resaca que tenía. «Era el primero en hablar y me dolía la cabeza después de haber salido la noche anterior con mis amigos», le contó a la BBC. «Así que me preparé una dosis de 600 miligramos sólo para estar seguro y descubrí que era muy efectiva».

Sin embargo, yo no soy de Ibuprofeno y mi generación era de aspirina, bicarbonato (mi padre lo tomaba a puñados) y el aguardiente con romero para quitar moratones. Al hilo de estos remedios he actualizado mis personales grandes inventos, que no coinciden con los históricos de la humanidad como la rueda, la pólvora, la bombillla, la radio, el teléfono (ya en desuso), la televisión o la imprenta. Pero son ‘mis’ inventos, los que han ayudado en situaciones concretas de mi vida, los que quiero resaltar aquí, por ejemplo: la cremallera, el biberón, los dodotis, la tortilla de patatas, el abrelatas, el microondas, el tomate frito, las aceitunas rellenas, los pasteis de nata y el bacalao dorado y, también, el balón, la siesta y el vino tinto. De hecho, algunos de estos inventos han contribuido a perfilar mi silueta (similar a gestante de siete meses) y no sería plan olvidarlos ahora pues soy lo que soy gracias a ellos.

Lo que no soy es funcionario, ajeno a ese gran invento español: los días de asuntos propios. Tampoco he incluido, porque merecen tratamiento especial ‘cum laude’, a los dos inventores de mis aficiones preferidas: el tío que lío una hoja de tabaco y después «fumao» inventó el primer puro y al inventor de la pluma estilográfica con la que subrayo estas columnas. A ver qué inventan ahora.