Salgo de casa y al pisar la Argentina miro arriba y observo colgado al Pelín, como carámbano enfilado entre tejas, mientras que a mí me entran tiritones preludio de antiguos sabañones no sé si por el frío (estamos a menos tres grados) o por cómo desafina el «por ir a tu lado a verte mi más leal compañera». Cala plegando la sábana y se dispara en espiral hacia abajo en quimérica acrobacia (ya podrá, él no tiene ni frío ni calor) que persigue lo habitual en los fantasmas: impresionar.

«Te estaba esperando; quiero que te hagas legionario». ¿Y qué pinto en la Legión?, le digo con mirada preocupada. «Estás gordo como un tordo y ni la fe ni la naturaleza pueden cambiar tu barriga, así que apúntate a los planes antimichelines de los chicos de Millán-Astray (al citarle se pone tieso) a ver si adoptas aire marcial». De nada me vale decirle que a mí ya me parió gordito mamá y ni siquiera la cojera me ha hecho adelgazar. «Ya te daré yo un porqué aunque prefiero que te lo digan en casa».

Si el apuntarme a la Legión me ahorra nutricionistas, dietistas, recuperadores físicos, barra del Nevado, angustia por el índice de la masa corporal, entonces casi me compensa. «Comerás piezas y porciones». A saber, el nombre marca la cosa, en vez de una manzana comeré una pieza de fruta, en vez de merluza, porción de pescado (planchao); no volveré a comer de pie ni tardaré cinco minutos en engullir la nevera, se acabaron las prisas (los legionarios no son cobardes) y olvídate de tu Cruz (Campo). ¿Y si no lo hago? «Si no bajas peso, no sales en la Sagrada Cena el Domingo de Ramos y tu hija se busca otro padrino». Pas mal. «¿Ahora tiemblas?» Es que cuando sueltan una bomba así la radioactividad te alcanza de lleno. «No te espantes», me dice riendo el Pelín, pero lo cierto es que estoy espantado, mientras oigo corear: «Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera».