La vida en Mérida hace cien años la hemos venido conociendo a través de los últimos diez meses. Cien años para entender como eran nuestros más directos antepasados. No nos referimos a los romanos, visigodos o árabes, que estuvieron muchos siglos antes, y que también descendemos de ellos, sino de nuestros abuelos, bisabuelos o tatarabuelos. Nuestras familias. Nuestras raíces.

El comienzo de noviembre siempre venía acompañado de la festividad de los días de Todos los Santos y, el día dos, el de los Difuntos. Fiesta muy arraigada en las costumbres del pueblo, incluso de los que no eran religiosos. Los familiares no faltaban nunca a esta cita de primero de noviembre. En las iglesias celebraban misas, se rezaban y cantaban responsos y en los campanarios, la noche de Los Santos a los Difuntos se la pasaban doblando las campanas por los muertos. Era una noche de recogimiento, silenciosa y sólo se interrumpía por el tañir de las campanas.

DIA DE LOS DIFUNTOS La costumbre de visitar el cementerio viene de siempre, de siglos. Y de tomar la chaquetía en su entorno. La talega con las castañas, higos, y nueces. Toda una tradición que se ha perdido. Ahora la visita es para llevar flores, limpiar los nichos y panteones y hacer un acto de contricción en recordar a los muertos.

Un largo poema de Luis Moreno Torrado, director del semanario La República, dedicado a la Día de Difuntos, publicado en noviembre de 1904 dice así: Es el día de difuntos,/ está el cementerio abierto/ y hombres y mujeres juntos/ a él llegan por varios puntos/ en silencioso concierto./ Símbolo de la orfandad/ todo el año mudo y triste/ estuvo en la soledad.../ hoy a su recinto asiste/ piadosa la humanidad .

Esta celebración de los Santos y Difuntos se celebraba en toda la ciudad y para los niños eran vacaciones, los comercios cerraban y en masa asistían al cementerio en un paseo interminable para visitar y llevar flores a sus difuntos. Esta tradición sigue, como si no hubieran pasado cien años. Todo, en esta festividad, sigue con ese eterno silencio de un lugar de soledad y tristeza.

LA CULTURA El tres de noviembre de 1904 en la Sociedad del Liceo celebró un concierto musical en su salón de actos. El éxito fue total. Buena entrada. El concertista Calle estuvo admirable según las crónicas, acompañado del maestro Castor Espadiña, que era un auténtica figura del momento. Lo que más gustó fueron los fados. El Liceo cada semana organizaba alguna velada musical o teatral para sus socios e interpretada sus obras por un grupo de incondicionales emeritenses, como las señoritas Mora Taborda, Delgado Montero y Rodríguez, acompañados por los señores Quirós, Bohollo, Carrasco y Perosanz; del pianista Castor Espadiña, y los violinistas Calle, Pato y Canónico.

El Liceo fue, sin la menor duda, un lugar, cuyos dirigentes, la mayor preocupación que tenían, era servir cultura a sus socios e impartir clase a sus hijos. Una sociedad que aún perdura, aunque con peligro de desaparición, por los mismas circunstancias de siempre y que ya pasó en repetidas ocasiones, la economía, la falta de fondos.

PONCE DE LEON La cultura no tenía límites y en el teatro Ponce de León, donde está el museo visigodo, las señoritas Pilar y Matilde Fernández, de la Sección Lírico Dramática del Liceo, interpretaron varias canciones y algunas pequeñas zarzuelas con un público que les aplaudió desde el principio al final.

No se quedaba todo en estas dos sociedades recreativas. En el Círculo de Artesanos, que se encontraba en la calle Félix Piñero, hoy Félix Valverde Lillo, también celebraron varias veladas musicales en este otoño emeritense de 1904.

Algunos profesionales de la música acudían a todas las sociedades como el señor Calle, Pato y Carleodopol con su señora. Todo un ejemplo de como una ciudad vivía su cultura en toda su intensidad. Era la única actividad de la ciudad donde la mujer estaba a la misma altura que el hombre y sus actuaciones eran seguidas con la misma avidez y satisfacción.

Un curioso anuncio en la prensa decía: El peor enemigo de una mujer que trata de pasar por hermosa sin serlo, es la luz. El Torrefacto Café La Estrella, pide mucha luz y paladares delicados. De venta en los establecimientos de Tomás Lancho y de Tomás Mora. Mérida.