Tener olfato político es imprescindible en todos los tiempos. Pedro Prieto, alcalde de Aljucén en la década de los años 60 y 70, con una población de 300 habitantes, le ganó la partida, en la Diputación Provincial de Badajoz, al alcalde de Mérida, Francisco López de Ayala. Tenía olfato.

Hoy, quien carezca de él, puede despedirse. Juan Carlos Rodríguez Ibarra tuvo el olfato nada más entrar en política y lo ha ido aumentando con el tiempo. Huele a cientos de kilómetros y detecta con maestría quien intenta alguna estrategia. Sabe. Mira y descubre a un posible submarino. En la despedida de soltero de Rafael España, que ya es abuelo y han pasado años, se intuía su entrada en política antes de morir Franco. Tiempos difíciles. Era un hombre implicado con sus ideales. Ahí está. Sin cambiar. A pesar de los años sigue con olfato felino.

Pedro Acedo ha ido aprendiendo con el tiempo y huele, husmea y sabe olisquear su entorno, es algo que lleva con rigurosidad. Prescinde de quien puede crearle algún problema. Lo detecta y lo descubre con una rapidez endiablada. Tiene sus informadores y consejeros. Ibarra y Acedo se huelen a distancia, de ahí sus discrepancias.

Sus olores son diferentes. Los frascos que tienen sus aromas están herméticamente tapados y sólo lo abren en determinados momentos y en señaladas ocasiones.

Hay políticos y políticas que van perdiendo el olfato y cuando disminuye esa fragancia acaba su sagacidad y se pierden en el mundo de la inoperancia.

Percibir lo que te rodea en política es de obligado cumplimiento. El político que pierde su olor se transforma en un personaje oscuro, intriga en todo momento y acaba por descubrirse a sí mismo. Donde mejor se huele a político es en la Asamblea de Extremadura, su presidente, Federico Suárez, olfatea su presa sólo con mirarla y decide al instante su postura. Hay quien presume de olfato y tiene la nariz entaponada, estos son los más que peligrosos.