En fútbol a determinados encuentros se les denomina partido del siglo, que es una de las denominaciones más absurdas que conozco pues los partidos del siglo se olvidan en un par de días; o sea que menos siglos porque a lo largo de una temporada (esto no va por años) debe haber una veintena de partidos del siglo.

Claro que bien mirado llamar encuentro a un partido de fútbol también tiene su guasa porque no hay mayor desencuentro que enfrentarse unos a otros hasta conseguir que el balón, esa esfera de cuero rellena de aire, penetre en la portería del adversario.

El gol o pase a la red es lo que hace latir a este corazón futbolero y el gol tardío hace resucitar a un estadio entero. Creo que pasado mañana tendrá lugar en Barcelona un partido del siglo de esos y tendremos ocasión de observar si el Nou Camp es templo o aquelarre de esa especie de religión laica cuyo dios es el balón, que no se cansa nunca, y de cuya fidelidad nadie duda pues es religión sin ateos dado que nadie abjura de su equipo.

Ya saben, se cambia de trabajo, afiliación política (los tránsfugas son pandemia), esposa y amigos (pobres, los que esto último hagan) pero nadie permuta los colores de su equipo.

Aunque me tendría que dejar barba para escribir sobre el fútbol como metáfora de la existencia o lugar donde sentirse feliz, no es menos cierto que como muchas cosas su efecto es fugaz, sus alegrías e indignaciones duran poco y las derrotas impensables y las victorias imposibles nacen con fecha de caducidad, son efímeras.

Hay sueños que solo se alcanzan con los pies pero se volatilizan cuando llegan a la cintura. Los equipos dejan de ser admirados en cuanto dejan de ganar y la maldición de los porteros estriba en que se les recuerda no por las veces que ganaron un partido sino por las que no consiguieron salvar el gol. ¿El Barça-Madrid? ¡Que gane España!