Mientras llega la segunda ola de este tórrido verano (vaya manera cursi de empezar una columna) en mi barriada han aparecido cuatro pintadas; en una pone entre aclamaciones ¡Pelín vive! y en las otras tres, en rojo intenso, colgadas de una tela metálica delante del Silo: «Prohibido el paso. Propiedad privada»; El Silo es ese inmenso, blanco y a la vez oscuro objeto de deseo de Antonio Vélez. Si el cartel de prohibido el paso lo han puesto ahora, ¿eso quiere decir que antes el paso estaba expedito, abierto o franco? Lo de franco supongo que lo habrán pillado, que de pantanos y silos llenó Extremadura, aunque ‘ellos’ ya lo habían pensado antes. Pero las cosas son de quien las paga no de quien las encarga.

Desde Atapuerca la humanidad se ve inmersa en esa batalla entre lo colectivo y lo individual, lo mío y lo de los otros; en el neolítico esto se solucionaba a garrotazos, ahora se cuelgan carteles intimidatorios. Pero estos da la casualidad de que los han puesto en mi barrio, el barrio donde vivo, donde se han criado mis hijos, donde duermo y donde espero morir (blowing in the wing); ese lugar del mundo donde a sus atardeceres rojos se han acostumbrado mis ojos como el recodo al camino (gracias Joan Manuel y, a ustedes, ya les avisé al principio) y, como quiero a mi barrio, sueño con verlo mejor. Y es posible verlo mejor, mejorando el abandonado Silo con limpieza y adecuación. El Silo y su entorno. De momento, salvo las pintadas no han hecho nada. Rememorando a Durrell: «se lucha por una ciudad como se lucha por una mujer, la abandonamos pero no dejamos que otro nos la quite», y en eso, aplicado a mi barriada, coincidimos Pelín y yo, a quien llevé la otra noche a ver su pintada, auténtico alegato breve de quien es uno de los nuestros; mi amigo, del que no puedo prescindir, porque vivir sin amigos no es vivir. Pelín, extasiado ante la pintada quería darle las gracias al autor: «de nada», le dije.