Es sábado. Voy a misa a Cantarranas. Mira tú por donde conozco al nuevo párroco, curita de mi edad, campechano y con ganas de hacer Iglesia (además es del rojiblanco equipo del pueblo). A la salida, tiro por el campito del Pizarro flechado al Polvorín, a ver si haciéndome el encontradizo Michel me invita a su cortijo o lo que sea aquello. Al Nevado no lo veo, pero sí a Pelín que está encima de un cancho mirando para Don Álvaro y cantando «Todo pasa y todo queda...» de manera sentida, con expresión afligida e inefablemente triste. Asemeja a un zombi cósmico.

Como hay confianza, no sé si será amistad pero hemos aprendido a estar juntos acostumbrándonos el uno al otro, le digo: ¿Qué susurras y suspiras, como la rana al pajarillo? ¡Válgame Dios el Whatsapp, todo el día soportando reenvíos! Pelín está hasta las gónadas de los mensajes que te dicen lo que tienes que hacer: «Pásalo», «envíalo», «compártelo», «difúndelo», «reenvíalo» con todo tipo de admoniciones para rebotar los mensajes «a tus amigos», «a diez, cien o mil personas», «tiene que conocerse» y así hasta el infinito y mucho más. Es patética la gandulería del personal (los hay que nunca escriben nada original) que reenvía cosas, por necesidad o por necedad mayoritariamente políticas, que dudo hayan leído y que afrontan sin vergüenza (Whatsapp se chiva de que estás reenviando) esta cansina manía de los teléfonos inteligentes (que no lo será tanto cuando perpetran estas tonterías). Además, muchos son falsos, mentirosos o antiguos con lo cual ni honrados, ni acertados ni provechosos.

Este pimpampum de envíos digitales debería cortarse por lo sano respondiendo de forma automática a los reenvíos con sutilezas como «anda y que te den, vago», «para el ti el cinco y por ahí…», «haz algo de provecho, mamón» y así. Le pregunto a Pelín que le parece mi sugerencia y va y me dice: «Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como mensajes reenviadooos».