Anda Pelín tristón y me dice que a veces se le llenan los ojos de agua por los detalles que observa en su Parroquia donde algunos parece que más que buscar a Dios van a ver a su mascota a juzgar por su gestualidad irreverente. Como Pelín no tiene segundas intenciones, con las primeras le bastan, aunque haya perdido vitalidad sigue teniendo sensibilidad porque según él eso es como el alma (y el alma nunca se muere); pero la sensibilidad la tiene lastimada por lo enhiestos, tiesos e hieráticos que algunos se ponen en la iglesia cumpliendo un axioma irrefutable de la indolencia parroquial: quien no se arrodilla nunca, siempre se pone en primera fila; a Pelín esto le pone morado (cualquiera dice negro ahora) y no para de decirme que es cosa manifiesta que los Reyes Magos «postrándose le adoraron», que los Pastores de hinojos se reclinaron ante el Niño en el pesebre y que el Papa Francisco dice que «para encontrar a Jesús hay que ir allí dónde está y es necesario reclinarse, abajarse, hacerse pequeño».

Quizás estos tiesos no comprenden que a Dios sólo se va de rodillas, pero hay hombres demasiado orgullosos y fatuos para doblarlas (esto no es de Pelín, es de san Agustín) y que el gesto de arrodillarse en la consagración, sitio en el que hay que permanecer de rodillas (como Él hizo para lavar los pies a sus discípulos) no es síntoma de debilidad, señal de esclavitud, beatería trasnochada. ¿Si no se arrodillan ante nadie qué buscan en Misa? pregunta Pelín que, para estas cosas, no se anda ni de brazos cruzados ni de boca callada convencido de que esforzarse es otra manera de orar y que tampoco cuesta tanto. Y si cuesta mejor, dice, porque no es de estimar lo que poco cuesta. Claro que cuesta arrodillarse cuando eres casi el único que lo hace en el tanatorio y alguno, que podría hacerlo, tiene el prejuicio de ser señalado cumpliendo, así, el aforismo de Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».