Mérida tiene a nuestra Santa Eulalia tan cercana y entrañable, al Guadiana más calmo, al Romano más histórico, a los higos del Albarregas más dulces y a emeritenses más luminosos que siembran cercanía, cariño y afabilidad. Manolo Caballero nos dejó tras darse un pequeño homenaje en el ‘Carlos’ de Calderón de la Barca con su Esperanzita, o sea que se fue tras hacer lo que siempre le había gustado porque antes del Carlos había ido a Misa y antes le había llevado un regalo a un amigo, con su Esperanzita (repito). Al amigo ya eterno quien lo definió bien fue el papá de Jorgito cuando dijo que «Manolo nos quería mucho y se le notaba» porque tú, o yo, podemos querer a alguien pero si vamos de incógnito es leche «derramá», paja de avena aventá y promesa electoral mentirosa.

Manolo empezó de practicante (era un Practicante practicante), con un arte para hervir jeringuillas en bandejitas metálicas que sus hijas todavía recuerdan; eran jeringuillas multiusos, multiculos, multivenas, multimuslos que, sin embargo, evitaban multicontagios, fíjense ustedes lo que eran las cosas. Por poner hasta te ponía ventosas en la espalda, como banderillas, pero que obraban el milagro de salvarte en ocho días. Curaban, en tiempos históricos en los que el practicante o el médico no dedicaban la mayor parte de la consulta a mirar una pantalla. Manolo fue mi primer Practicante y mi último Enfermero, pasando por ATS pues recorrió toda la escala laboral y vital en los 50 años de trato amistoso y fraternal, incluyendo escapadas a su campito para ponernos moraos sin que nos vieran nuestras familias pues ambos estábamos a régimen severo.

Entre copa y copa, rezábamos. Así de grande era Manolo, con quien compartí penas y alegrías, retiros, charlas y risas allá por donde desemboca el río Aljucén, instantes, momentos que perdurarán toda mi vida. A estas alturas, Manolo ya ha probado el vino de Caná bajo la mirada amabilísima de la Señora a quien tanto quería (y quiere), imagen universal de la ternura.