A mí es que cuando uno pretende dar por zanjada una conversación concluyendo «y punto», me entran unas ganas irrefrenables de darle carrete, alargar la charla y decirle que o ponemos los puntos los dos o que se vaya preparando «punto pelota» que, preferiblemente, será patada a seguir.

Y no, no lo hago por soberbia, orgullo o llevar la contraria, sino más bien por aventar antiguos recuerdos de cuando escuchaba «porque lo digo yo», «no hay más que hablar» o «se acabó», que son maneras poco elegantes de terminar cualquier cosa.

Atribuyen a Aristóteles (sin Onassis, que ese también se llamaba Sócrates) la sentencia de que el castigo del embustero es no ser creído aunque diga la verdad; la actualización de ese apotegma del siglo IV (antes de Él) viene a ser que el castigo del ‘y punto’ es no terminar cuando realmente se necesita. Y eso por altanero, arrogante, engreído, vanidoso (en boca) e inculto, porque la cultura es patria de gente tolerante (salvo algunos de izquierdas).

No escribiré «qué te has creído tú» ya que caería en lo que estoy sarteneando, pero es que el punto final de la frase, la vida y la historia, no depende de uno solo, por muy Blas que se llame (Lo dijo Blas, punto redondo).

Otra cosa es el «punto pelota» que dulcifica el énfasis, ablandando el punto, dejándolo botar como lo redondo de un balón, circunferencia, la O y tal y tal (que diría otro filósofo, Jesús Gil); el punto pelota no da por finalizada la conversación, la deja botando, por si acaso, en tono chuleta (esa frase a lo largo la ronda un chulo) y con evidente matiz político, pues no en balde punto y pelota empiezan por PP, que en mayo se verá si es el punto final de algo. O principio de muy otra cosa, que esto parece más apretado que una lata de sardinas o abrazo de enamorado.

Estoy por parafrasear a Ernest Hemingway porque la gente buena, si se piensa un poco, ha sido siempre gente alegre y ajena al punto. Pelota.