Ya soy abuelo. A Merceditas le costó salir pero bien está lo que bien empieza y a su mamá, mi hija, ya no hace falta que nadie le explique lo que es empujar para sacar adelante la vida. Se hartó de empujar. Como soy de lágrima fácil me tenían que ver a las puertas del Perpetuo Socorro, contento porque se me abre otra oportunidad: si un hijo es entrar en el club de las auténticas responsabilidades, una nieta es ocasión para compensar las carencias de padre. Y mucho más: es la recompensa de Dios por llegar a viejos (al otoño o a la segunda floración que diría Artemio). Es un regalo formidable, porque mi nieta no me hace sentir mayor: ¡me rejuvenece!; cuando nace un bebé nace un abuelo y simultáneamente revive un joven ya que ese nacimiento te alarga la vida. Y lo de viejo también es muy relativo, todos tenemos la misma edad pero en momentos diferentes y no hay peor vejez que la de un joven tirado en un sofá mirando una pantalla.

Desde el bendito momento en que nació Mercedes soy su abuelo, cómplice, suministrador de afectos y mejor amigo (hasta que los encuentre por sí misma); soy un padre con tiempo, con ganas de dar, siempre de guardia y diciendo ‘sí’. En lo del tiempo tienes la ventaja de que ella tiene futuro por delante y tú casi estás en la prórroga, vaya, atisbando a lo lejos el cielo nuevo y la tierra nueva. Ser abuelo, un respeto, ensancha el corazón porque hay un amor escondido, inconmensurable, que no llega, a veces, hasta el primer nieto. Como lógicamente no pudimos entrar en el Materno, tardé cuatro días en ver a Mercedes, bueno, en verla cara a cara que es como siempre quisiera mirarla pues mal estaría que en el futuro me mirase a las manos esperando algo; desde pequeñita quisiera que supiera que el cariño no se compra con lo material. Aunque regalos no le van a faltar. Nada vernos me reconoció, de hecho tenía las manos juntitas... Como su abuelo rezando.