TEtl sol estaba en el ocaso de su vida por aquel día, los farolillos iluminaban unos bancos que pudieran ser de cualquier barrio porteño. Una mina paseaba por las calles que se mecían como nosotros desde las butacas con el llanto amargo del violín, que a modo de chicharra despertaba a sus compañeros en ese viaje melancólico por el tango.

En la placita la rodeaban el violín, su padre el contrabajo, la guitarra eléctrica y un elegante piano. Cerraba el círculo Leonor, con su cara menuda de rasgos llenos de determinación, enmarcados en un moño rubio, sosteniendo un acordeón que se quejaba como un bandoneón para interpretar al maestro, Astor Piazzolla.

Dicen, que veinte años no es nada. Así fue en la noche de antes de ayer. Aquella milonga me transportó dulce a los nueve años. Peinada como siempre con dos trenzas, llevaba los ojos bien abiertos para recibir aquel regalo. Allí estaba ella dándome la llave del universo maravilloso de la música. Y me consta que lo sigue haciendo, en aquellas aulas donde el gran Esteban Sánchez me enseñó a mi y a tantos a purificar la técnica al piano. Aún me emociona que el destartalado edificio en el que aprendí lleve ahora su nombre.

Esa noche, en aquel singular arrabal, nos volvíamos a encontrar. Estaba tal y como la recordaba. Leonor Rodrigo, magnífica profesora y músico, conseguía junto con sus compañeros de reparto, hacernos respirar la pasión que infundían a través de sus instrumentos en los compases de piezas como Soledad, Decaríssimo, Oblivion o La muerte del ángel, que se arrastraban con magia enredadas entre las piernas de los bailarines.

Con los acordes de Adios Nonino, Libertango Extrem nos dejó huérfanos hasta el próximo reencuentro, que según los aplausos de un López de Ayala lleno no tardará. Quizás mi hijo tenga una profesora como ella para desentrañar pentagramas enmarañados de corcheas y fusas. Puede que en su reencuentro sea ella la que se embriague cuando Miguel desentrañe un tango de Piazzolla.