Al arbolito de la Flor de Pascua ya se le están cayendo las hojas. Empieza por las más pequeñitas y por las que se encuentran distraídas abajo en el tallo que, engurruñadas, se dejan caer dobladitas sobre el mármol o lo que sea eso que cubre el suelo. Las raíces han seguido creciendo estas Navidades hasta abarrotar la macetita que, salta a la vista, se le ha quedado pequeña. El rojo aquel tan peculiar que tenía el día que la trajeron del mercadillo, luego era martes, ese rojo de labios de mujer arreglada (y guapa) ahora se muestra desvaído y tirando a una mezcla entre bermejo y púrpura (que es el color de la caridad), algo semejante a mi color preferido, el burdeos, color enseña del Chinche y supongo del doctor Artero pues no en balde este tinte vinoso (los juegos de palabras en invierno salen solos) proviene de la coloración del vino bordelais y, en eso, en lo suyo y en Emérita Antiqua, Antonio Artero es una eminencia.

Podía hablar de los colores borgoña, guinda o granate pero acabaría tratando de tú a Baco y alejándome de la Flor de Pascua (Euphorbia pulcherrima), que es el tema que me trae ante ustedes, mientras veo como la plantita se anonada ante mí, que una cosa es anonadarse y otra abrirse porque lo que se abre se cierra pero lo que se anonada se queda siempre abierto, o lo que sea eso (además de reflexión intelectual de barriada). Creo que la Flor de Pascua de mi casa se está despidiendo poco a poco, consciente de que ha cumplido su grata función navideña, florecer en invierno y con poca luz, que era el nervio de su vida útil y que con su otro color me envía un mensaje mexicano (lugar donde proviene esta Flor) para que aproveche el tiempo, pues a los 64 años ya cuento los inviernos al revés, por los que me quedan y no por los que pasaron o lo que fuera aquello.