Con buen talante encaró la vida. Con buen talante se enfrentó a su rara y esquiva enfermedad --tranquilizando siempre a la familia y a los amigos-- y con buen talante encaró su última batalla. Batalla de un corazón joven contra el maldito mal. Y es que esencialmente Antonio Castillo era un hombre de buen talante.

El buen talante adornaba todas las facetas de su vida. La profesional que ejerció durante una gran parte de su corta vida como profesor de la antigua Escuela Universitaria Politécnica de Mérida, de la que fue durante muchos años director y artífice de la adscripción de este centro a la Universidad de Extremadura. Recuerdo, siendo yo director de la Escuela de Ingenierías Agrarias por entonces, que coincidí con él en la junta de gobierno, y cómo se enfrentó a las dificultades que surgieron durante el proceso de integración. Muchos profesores y personal de este centro deben su posición actual, además de a los méritos personales de cada uno, a su forma hábil, honesta, sencilla, sin dobleces y también extraordinariamente eficiente de negociar.

Pero era en el ámbito personal, donde su bondad, libre de convencionalismos profesionales, se expresaba de manera más intensa y genuina: el cariño y la dedicación con la que atendió a su padre, como sus hermanos, en su enfermedad; el cariño con el que, muy manitas él, atendía a los requerimientos para resolver problemas domésticos. El cariño que daba y recibía de sus amigos. Por último, el cariño hacia su familia más directa: su mujer Violeta, a la que idolatraba, y sus hijos, a los que adoraba. Cientos de amigos y familiares acudimos a despedirle el otro día para dar testimonio del amor que le profesamos. Hasta siempre y con el cariño de siempre y en nombre de todos.

*José Miguel Coleto