Por motivos familiares vi todo el mundial de rugby, celebrado en Japón, enfundado en mi zamarra roja 2XXL de Gales regalo, como no, de mi hijo Currino, the best of Cardiff. Los de Gales llegamos hasta las semifinales donde nos burreó Sudáfrica pero no importa porque los Dragones (adornados con las plumas del príncipe de Gales), le echamos garra, coraje y compañerismo en un deporte tan de equipo, hermoso, noble (menos algún gabacho) y bello como este, por más que se juegue con un melón.

Ganó Siya Kolisi, capitán afrikáner negro, haciendo historia (por negro). Los Springboks quizás no sean los más brillantes pero juegan como una cofradía y ese vínculo de hermandad combativa y combatiente hizo el 12-32 con el que acabaron con Inglaterra (el equipo de la rosa); además lo hicieron con la misma medicina con la que los ingleses eliminaron a los All Blacks, saliendo en tromba, disputando como si les fuera la vida los placajes (es que les iba), contundentes en las presiones, veloces en las transformaciones. Era digno de ver cómo iban cual carneros a los choques, como se estiraban como jirafas en los lanzamientos de banda y, al final, cómo celebraron su victoria en Yokohama abrazándose como hermanos, blancos y negros, tan emocionante que las cenizas de Nelson Mandela se debieron remover en lo que queda de su camiseta número 6 de los Springboks.

Kolisi es símbolo del deporte como algo más que espectáculo y su vida un ejemplo de esfuerzo, tesón y virtudes humanas. Siya nació pobre, tan pobre que cuando le llamaron para probarle fue en calzoncillos y descalzo (como suena). Su destino cambió con el rugby. Casado con Rachel con quien tiene dos hijos ha adoptado a sus dos hermanos pequeños tras localizarlos desperdigados por la nación arco iris. Gentes como Kolisi reconcilian en este mundo desalentado y hacen del deporte instrumento de unidad. Ahora que lo pienso, algo así pasó en Mérida con Pepe Fouto cuando nos ascendió a Primera. Ahí lo dejo.