Será que llega la Mártir precedida de su niebla (este año seca), será que pasa noviembre con sus santos y sus difuntos (a mí se me ha ido mi querido ferroviario Fernando Rodríguez Sancho), será que el clima favorece melancolías y, para complicarlo más, voy y me topo con el Pelín rebuscando en el baúl de los recuerdos, allá en un hueco que se ha hecho por Plantonal de Vera: ¿Sabes si está abierta la Central Contable? Me lo pregunta con su sonrisa grave y profunda, con su voz serena y confiada, ¿o es al revés?

El caso es que me lo pregunta y aunque sé que buscar entre los recuerdos es inútil como el pezón en los hombres, ¿para qué vale?, prefiero contestarle sin tapujos: «La Central Contable cerró al poco de morirte tú, Pelín. Ya no existe ni Banesto». ¿Y el Monte de Piedad? «Pasó a llamarse Ali Babá y los 40 consejeros, esos granujas tenían más morro que un gorila cantando el puente sobre el río Kwai». No me atrevo a decirle que cerró el Tabarín, que el SuperVol es academia de baile y que el cuartel de los soldados se lo llevaron a Botóa. Ya ni Vélez es alcalde temporal, pasó a perpetuo. Es lo que tiene moverse en la nostalgia, que miramos películas de serie ‘b’, cuentos de Navidad de bajísimo presupuesto.

Aquí lo único que sigue igual es el María Luisa, las Freylas y el tren, ese penoso tren que padecemos los emeritenses, anclados sus raíles en vía muerta, sus estaciones abandonadas o vendidas (lo que tiene su gracia pues expropiaron terrenos para construirlas), sus traviesas sólo son útiles como cercas, sus horarios (cinco horas a Sevilla) insultantes, sus maquinarias changadas, una puñetera vergüenza. Pelín me mira con pena y tararea «O tren», de Andrés do Barro, ese que «vai andando pasiño a pasiño e vaime levando cara o meu destiño». ¡Menudo destino!