Decía Miterrand que «nací católico, moriré católico pero entretanto…» y ese entretanto lo llenó de moral socialista de cintura para arriba y cintura para abajo. Es uno más de los que a la hora de su ocaso atisban la parca y deciden, por la cuenta que les tiene, reconciliarse con Dios que, por cierto, los está esperando.

El trámite es sencillo: solo tienen que pedir ‘perdón’. Esa fe en el más allá en la que confiaba Miterrand, trueno vestido de nazareno, también invadió a Azaña y a Dolores Ibarruri, la Pasionaria, de quien su nieta cuenta la postrera decisión de acercarse, al final de sus cosas creadas, a quien había denostado de palabra, mucha palabra, y de obra, alguna obra.

Mijail Kalashnikov, el inventor del AK47, murió tras mostrar sus remordimientos a la Iglesia Ortodoxa: «El Señor me mostró el camino en la tarde de mi vida... Cuando crucé el umbral de una iglesia, mi alma sintió como si hubiera estado allí antes». Kalashnikov explicó en una misiva que volvió a la Iglesia a la edad de 91 años, se confesó y comulgó. Y estos hacen al final lo que San Pablo hizo al principio aunque el resultado debe ser el mismo pues los últimos resulta, otro misterio, que serán los primeros y viceversa.

Debe ser por eso que yo al Herrerita, penúltimo comunista (auténtico) vivo, le consiento casi todo pues confío en que su madre desde el más allá le estampe un tatuaje con cinco dedos en la roja cara y, además, le susurre la última llamada. Que arrepentidos los quiere Dios aunque sea a última hora. A estos sumen ustedes la multitud de quienes moribundos quisieron pero sus cercanos no dejaron, impidieron y trastabillearon sus intentos de final feliz. Incluso pido para mí y los míos un temor filial que nos haga reaccionar aquí, ese santo temblor que nos permita vernos allá donde en vez de infierno encontremos gloria (sin nubes en la memoria).

Y nada mejor que noviembre, el mes de los difuntos, para acordarnos de los que acudieron a la última llamada.