Nunca pensé que pasar calor fuera algo extraordinario, quizá porque desde chico la he pasado todos los veranos y hasta dormí en el suelo en la casita de la Papelera Santa Eulalia donde tuve una infancia que ahora recuerdo feliz, pero la humanidad considera que es un serio problema. Tiene bemoles quejarse del calor ahora que tenemos aire acondicionado, las casas mejor preparadas, los coches con climatizador, no existen botijos salvo de adorno y siempre hay piscinas disponibles.

De chico íbamos al Guadiana (a la pilastra romana), a la Charca (todavía debe estar por ahí la barca que hundió Santi Hernández Pacheco) y, los pudientes, al Tiro de Pichón. Después el Tiro se democratizó o se acabaron los señoritos (si es que alguna vez los hubo en Mérida) y con los niños pequeños era buen lugar para el estío.

Ahora el calor viene en olas (¿cómo venía antes?), es un riesgo climático insuperable que asfixia, ahoga, quema y nos mantiene en sequía. Que viene una ola y nos derrite. Vaya, que el fin del mundo está a punto de llegar (debe ser la única manera de que algunos dejen de ser senadores) ante la amenaza de un clima futuro asfixiante, un calentamiento mundial que trae consigo un miedo global (o viceversa) a este agujero cálido donde todo deriva en ansiedad y miedo porque se están derritiendo los polos (que por otra parte es lo normal) y los icebergs acaban en gin tonic.

Lo de San Lorenzo o Juana de Arco será un chiste comparado con la que se nos avecina. Yo, como soy católico, no tengo miedo y menos a estos sofocos menopaúsicos que incitan a quitarse la ropa (ir desnudos es otra cosa). Y a lo mejor me estoy volviendo viejo pero esto del calor, la crisis climática apocalíptica, la temperatura y el sudor los pongo en el termómetro de la duda.

Sí, el clima está cambiando y lo está haciendo por culpa de la acción humana y, además, las emisiones de CO2 se mantendrán en la atmósfera in saecula saeculorum. Vale, pero ¿quién me dice a mí que en este siglo (del que no conoceré el final) el clima cambiará por causas naturales o humanas? ¿Quién sabe lo que harán los mares y océanos? ¿cuál será su consecuencia en los ecosistemas o en la vida humana? ¿Y si los hombres desarrollamos tecnologías y energías eficaces? ¿A que no hay certeza para esta incertidumbre? Y sin certezas se pierde perspectiva, como quien pierde una estrella, como quien pierde un amigo. Una de mis pocas certezas, pero muy arraigada, es que Dios perdona siempre, el hombre a veces y la naturaleza nunca. Por eso nos está derritiendo la ola de caló.