He escuchado a Al Bano y Romina Power cantar “Volare, cantare uoh uoh uoho” (el final es mío); después, ya puesto, seguí con Felicitá, Ci sará y todas esas. Es lo que tiene la falta de sueño de una noche de verano.

Pero la columna va de Volare, nel blu dipinto di blu, la canción, mejor, himno que en 1958 compuso Domenico Modugno y que me acompaña toda la vida, desde que tengo uso de razón (antes de ayer) y hasta que me dure (pasado mañana), por lo que dice (la letra) y cómo lo dice (su música): “Penso que un sogno così non ritorni mai più/ mi dipingevo le mani e la faccia di blu/ poi d´improviso venivo dal vento rapito/ e incominciavo a volare nel cielo infinito./ Volare, oh oh/ cantare, oh oh oh oh...”.

Que los italianos son unos artistas lo comprobé cuando estuve en Florencia (no solo salgo a Elvas) pero lo de Modugno me parece excepcional canto de amor, el sueño de un hombre que se pinta las manos y la cara de azul para, arrastrado por el viento, volar en un cielo azul que no es otro que los ojos de la mujer que ama.

Y esto con la voz de Modugno y solo con un piano, un órgano, un contrabajo y una batería, como si fuera la orquesta de los Gonzalez Morcillo, vamos, que hace falta ser muy burro para no mimetizarse con la canción, apropiarte su contenido y volar, volare…en el cielo azul…de unos ojos castaños.

Hoy canto esta canción emblemática porque creo en los milagros (Chesterton escribió que lo más increíble de los milagros es que existen) e intento, con coraje para pedir perdón, echar a correr (dentro de mis limitaciones) hacia unos ojos que cuando me miren me hagan sonreír (y yo a ellos), recuperando esa mirada castaña de cuando se la tararee por primera vez; canto para perder el miedo a preguntarle: ¿Me quieres aún?: “Felice di stare quaggiù”,