La muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 abrió las puertas de un nuevo tiempo político. Acababa la dictadura europea más larga de la Historia contemporanea y se abría un camino complejo, lleno de incertidumbres y temores compensados por una ilusión colectiva en todo el país. También Extremadura despertaba de cuatro décadas de ignominia y trataba desesperezarse de tópicos que el franquismo había ensalzado interesadamente y convertía al extremeño en un ciudadano ligado al medio rural en exclusiva. Una comunidad que había sido duramente reprimida y en el que la simbiosis Ejército, Iglesia, caciquismo y política había funcionado a la perfección.

Mientras esa Extremadura se resistía a desaparecer, surgía una región organizada, el que defendía los derechos de los trabajadores a través de sus comités de empresa, el movimiento obrero de un incipiente pero combativo tejido industrial celebraba asambleas y sus primeras huelgas reclamando los derechos de los obreros, los partidos políticos comenzaban a organizarse y surgía un clamor popular en favor de la autonomía plena. El campo y la universidad también se organizaba y, en definitiva, se sentaban los cimientos de una sociedad moderna tal y como la concebimos en la actualidad.

Eran los tiempos de la prensa crítica y libre, y el apogeo de las canciones del cantautor de Esparragosa de Lares, Pablo Guerrero, que había cantado ya en el Olympia de París su famosa A cántaros, un grito por el cambio de régimen inspirado en un tema de Bob Dylan. Pero también tiempos de los Guerrilleros de Cristo Rey, los fascistas paramilitares y del terrorismo que bajo un aparente ideario izquierdista comenzaba a azotar el país, regresaba una parte de los exiliados y la izquierda, fragmentada, salía de la clandestinidad.

Aquella Extremadura debatía sobre prácticamente los mismos problemas que, 40 años después, siguen copando las portadas de actualidad. La polémica hidríca con sus trasvases y pantanos, el abandono de los pueblos y la despoblación, También el déficit de infraestructuras, en especial las ferroviarias, y la salida natural hacia Francia y hacia el Mediterráneo.

En un contexto político de inestabilidad, las instituciones modernas comenzaban a asentarse. Los organismos preautonómicos extremeños empezaban a barruntarse en 1978 y las comunidades con fuerte tradición nacionalista trataban de encajar en un Estado que había sofocado cualquier pretensión identitaria que se saliera de la Una, Grande y Libre que fue un lema durante años y que tantos prejuicios y problemas ha traído posteriormente.

Cómo se desató lo atado

Franco trató de perpetuar su régimen a través de un monarca que juró los principios del movimiento pero que, muerto el dictador, se rodeó audazmente de la parte más blanda del agónico régimen para dar una salida democrática al país. Franco intentó dejarlo todo «atado y bien atado» pero en sus últimos años de vida su sistema se iba desmoronando. Simplificando la Historia, Juan Carlos I cesa en julio de 1976 a Carlos Arias Navarro, presidente del Gobierno y de la línea más dura del franquismo. Nombra a Adolfo Suárez, un joven exfalangista, ambicioso políticamente y de talante conciliador, al que encomendó la apertura del país junto a otros afectos al régimen con vocación aperturista, como Torcuato Fernández Miranda. Un referéndum tan decisivo como el de la constitución fue el que se celebró en diciembre de ese mismo año, sobre la Ley de Reforma Política, que legalizaba los partidos políticos y abría la puerta a unas elecciones democráticas. Las primeras en 40 años. El sí fue abrumador (un 94%). Para el estupor de los nostálgicos, el Viernes Santo de 1977 el comunismo volvía a ser legal en España.

En junio de ese mismo año se celebraban las elecciones y acababan las Cortes franquistas. Ganó el partido de Suárez, una Unión de Centro Democrático que aglutinaba a las alas más aperturistas del antiguo régimen y que comprendían --por convicción o por salvación personal, que de todo hubo-- que había que convertirse en una democracia moderna. Obtuvo 166 diputados. El PSOE del joven Felipe González obtuvo 118, el PCE de Carillo 19 y la cuarta fuerza más votada, la derechista Alianza Popular del exministro franquista, Manuel Fraga. Entraron republicanos y nacionalistas catalanes, vascos y aragoneses. Por fin, un Parlamento plural y democrático.

Ese verano, la Comisión de Asuntos Constitucionales acordó crear un grupo de trabajo para elaborar una Constitución que recogiera las leyes de ese nuevo régimen político para un país con demasiadas cicatrices abiertas y un pasado con más periodos de guerras que de paz.

Por primera vez, la Constitución no era elaborada por una parte, sino que se pretendía que su redacción fuera coral y consensuada por fuerzas divergentes y, aparentemente, con pasados irreconciliables. Socialistas, comunistas, nacionalistas y herederos del franquismo. Una mezcla que sentó en la mesa a siete personas (tres de UCD, 2 del PSOE que cedió uno de sus puestos a los nacionalistas catalanes, y uno de AP y otro del PCE). O lo que es lo mismo, Gabriel Cisnero, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Miquel Roca y Jordi Solé Tura.

En agosto de 1977 comenzaron a pactar punto por punto la Carta Magna. Eso sí, con numerosos puntos de fricción que a punto dieron al traste en más de una ocasión con el proyecto. Pero pudo más la necesidad de recuperar la democracia y con cesiones de todos, algunas de tanto calado como los principios republicanos de la izquierda, hubo acuerdo.

Fue complejo acordar el modelo territorial, la confesionalidad del Estado, el sistema educativo, la abolición de la pena de muerte, algunos derechos civiles que chocaban con un país en el que el peso de la religión y el atavismo pesaba más de la cuenta. Con miles de enmiendas sobre cada una de esos puntos, el borrador del texto entra en mayo de 1978 en la Comisión de Asuntos Constitucionales para perfilar un texto que todavía estaba muy verde y que no gustaba a nadie, en especial a la izquierda, que veía cómo la derecha quería aplicar un rodillo.

Como tantas otras veces en España, el texto definitivo y los asuntos espinosos se tuvieron cerraron en un restaurante, el José Luis, al lado del Santiago Bernabeu. Una noche de mayo se fraguó el conocido como pacto del mantel, en el que socialistas y centristas llevaron a sus pesos pesados, como Alfonso Guerra o Fernando Abril Martorell, para terminar en una noche con los asuntos más polémicos, como las nacionalidades, la confesionalidad o la abolición de la pena de muerte.

En julio el borrador definitivo se debatía en un pleno en el que ni republicanos ni nacionalistas vascos se sintieron representados. El PNV se abstuvo, al igual que hizo AP por la inclusión de las autonomías. Los debates en el Congreso culminaron con la aprobación definitiva del texto el 31 de octubre. 37 días después, el pueblo español la votaba. Muchos aprendieron entonces cómo se hacía. Otros recordaron a sus padres y abuelos. El 90% dijo sí al texto. El texto que, con sus imperfecciones, les devolvía la libertad.