Queridos niños, nunca digáis que esto o aquello es lo mejor. Recordad siempre que comparar es odioso. Los mayores, a veces, lo olvidamos. En lo mejor cabemos todos. En Extremadura, por ejemplo. Extremadura, la que regala el deleite de sus gentes, la que goza de la apacibilidad de sus tierras.

Nunca digáis, queridos niños que me leéis, “lo mío lo mejor”. Ni siquiera, “lo nuestro lo mejor”. Primero y principal, porque nunca es verdad. Y, además, porque os igualaríais a los presuntuosos. Y si lo decís, que sea a modo de chanza; y, en este caso, cuidaos bien de que quien os oiga entienda que no es sino una cuchufleta. No digáis, como dicen algunos mayores, eso de… “¡como en mi tierra en ningún sitio!”, ni aquello otro de… “¡como tal o cual pitanza de mi pueblo, ninguna!”. Porque quien viaja sabe que el mundo es rico en paisajes y paisanajes, en pitanzas extraordinarias y en modos amorosos de cocinar y rememorar lo que se cocina.

Y, sin embargo, queridos niños, el orgullo por lo nuestro, por lo que fue de nuestros padres y abuelos, por lo que es de las buenas gentes que nos rodean, es sentimiento santo y noble en toda circunstancia. Ese “lo nuestro” es a veces un puente romano, a veces un romance, a veces un humilde canchal. Y, a veces, ese “lo nuestro” es una patatera o una chanfaina. Lo nuestro se defiende porque se ama y fue amado, porque lo amamos y lo amaron. Y porque nunca habrá ofensa si lo manda suprema ley de amor.

Aquí se come bien. En muchas casas aún se conservan los entrañables y heroicos guisotes de antaño. Los guisos de los padres de vuestros padres. Y si tenéis la ocasión, bien podéis animar a vuestros amigos de fuera a visitar esta tierra noble y hospitalaria. Porque aquí hay magníficos restaurantes, quizá no tantos como en otras tierras más apretadas y más ricas, pero los hay. Y porque aquí se dan algunos de los más soberbios condumios de los que el hombre haya tenido noticia. Jamones, tortas, pimentones...

Queridos niños que me leéis, enamoraos de vuestra tierra. Comeos vuestra tierra cada amanecida. Gozad de cuanto ofrece; respetadla y respetaos a vosotros mismos comiendo con deleite. Comer con deleite, dicho sea de paso, está lejos de la glotonería y del atracón. Lo digo porque soy experto en glotonerías y en atracones, y más me gustaría serlo en deleites. El cuerpo es como un auto, bebe de un surtidor de gasolinera y no convine equivocarse de manguera. Y aunque ese gran médico español que fue don Gregorio Marañón afirmara con razón que no hay nada más mudable que la ciencia de la dietética, ya todos sabemos, de Hipócrates para acá, que la morigeración en el yantar es piedra angular para poder comer muchas más veces y hacerlo con gozo infinito. La opulencia, la nevera llena y el desprecio del tiempo echado en cocinar nos hacen peores. Peores comensales también. El ser humano está creado para cocinar con cariño, lo que caza o recolecta con sacrificio. Os lo dice, queridos niños, un diabético, obeso, hipertenso, propenso a devastación cardíaca y a los trastornos mentales, todo en uno de tanto comer (mal). Así que tomad nota de mis palabras y abominad de mis ejemplos. Para gozar de todo conviene gozar por partes. De todo, pero por su orden.

Volved la vista, en suma, queridos niños, a lo que fueron vuestros padres y vuestros abuelos. Manteneos por siempre orgullosos de lo vuestro. Tan bueno como lo de cualquier otro. Carne de cochino, terneras, buches, revueltos de trigueros, bacalaos, gurumelos… Miel, por ejemplo. Extremadura, por ejemplo.