Soy de los que piensan que todas, o cuanto menos la mayor parte de las infancias, son bonitas y llenas de recuerdos de los que gusta rememorar, ya sea en conversaciones con familiares, amigos o como en este caso, en la que debo abrir mi personal y particular agenda vital para evocar remembranzas de un pasado que ya empiezo a sentir un poco lejano.

Decía que las infancias suelen ser bonitas, y la mía lo fue. Si dejo a un lado el amor incondicional de la familia, en todas sus vertientes, mis primeros recuerdos nítidos me arrojan a una habitación, la de los juguetes, donde acompañado de una pelota de goma pasaba las horas con la única ayuda de una fiel pared que devolvía todos y cada uno de los ‘chuts’ que propinaba.

Un día, al llegar mi padre, Juan, del trabajo (Banco de Bilbao), comenzó a preguntarme por esa afición desmesurada que sentía por el fútbol, y tras unos minutos de conversación me explicó que, durante muchos años, el fútbol no solo fue su medio de vida, sino también su pasión.

A partir de ese momento, el fútbol adquirió en mí una dimensión casi metafísica.

Me refirió que, cuando cumplió 14 años, debió abandonar el orfanato en el que estuvo viviendo en Córdoba desde los tres años, al término de la Guerra Civil, ya que su madre, viuda a causa de la contienda, no pudo hacerse cargo de él y de su hermana.

Al poco tiempo, después de dar sus primeros pasos en el Juvenil del Córdoba, fichó por el Don Benito, y de ahí pasó a la UD Plasencia, donde tras jugar varias temporadas, según cuentan a un gran nivel, fue fichado por el CP Cacereño en la segunda parte de la década de los 50, club en el que militó hasta principios de los 60.

Seguro que fueron muchos más de los que recuerdo, los momentos en los que le pedía que me relatara historias y anécdotas de su pasado verdiblanco.

En este sentido debo subrayar la sensación de orgullo que me invadía cuando iba a buscarme a la salida del colegio y ante mis compañeros afirmaba que el padre de Jorge, uno de ellos, no solo fue su compañero en el Cacereño durante muchos años, sino que aunque jugaban en demarcaciones diferentes, existían muchos puntos en común entre los dos, como su gran velocidad, su pundonor y su calidad para ‘tocar la pelota’. Se estaba refiriendo a ‘Tate’. Poder recrear y contar a los compañeros de clase las ‘batallas’ de nuestros padres con la camisola verde y el pantalón blanco me parecía un lujo al alcance de muy pocos.

Ya en la adolescencia decidí cambiar el fútbol, como patrón de mi vida deportiva, por el voleibol, pero recuerdo que era muy normal escuchar, en las siempre recordadas tertulias del Bar Salamanca, a Santi, su propietario, comentar tal o cual partido, el genio que derrochaba mi padre en el terreno de juego o una anécdota en concreto relativa a algún partido concreto en la Ciudad Deportiva.

Era usual que en esas tertulias participara otro grande del CP Cacereño, Nandi (DEP), quien siempre se despedía de la misma forma, “adiós Verita, con el 7, Verita”, exclamación que iba acompañada de risas y chanzas.

En este sentido siempre recordaba el golpe que se llevó, creo que un partido frente al Alavés, en la nariz, y que marcó indefectiblemente la fisonomía de su rostro, o la noche que debió pasar en la Residencia, tras ser operado de una hernia inguinal, en la que estuvo acompañado de su amigo, el árbitro Fidel Valle Rico, quien llegaría a pitar, como juez de línea, todo un Madrid-Barcelona.

Ahora que la pátina del tiempo hace meses que empezó a hacer mella en su sencilla y amorosa mente, es cada día más complicado extraerle comentarios relativos a aquellos momentos tan importantes para él.

Pero aunque le resulte una tarea ardua, solo mencionarle la denominación CP Cacereño propicia que una sonrisa plena de vivencias, ahora inconexas, afluya a su boca en forma de recuerdos demasiado lejanos para poder verbalizarlos.

Por otra parte, los que le conocemos sabemos que posibilitan un ratito de felicidad impagable. Verdaderamente impagable.