El suyo fue un fútbol de otra época, un fútbol diferente al actual, donde las gradas de los equipos más humildes estaban siempre llenas, donde los balones eran como piedras... Era el fútbol de Vicente Gómez Guío (Escalonilla, Toledo, 1 de junio de 1925), que durante once temporadas, entre 1942 y 1956, jugó en el Cacereño. A él le tocó defender la camiseta verde en aquella única campaña que estuvo en Segunda División, 1952-1952. “Jaén, Murcia, Las Palmas... menudos equipazos había, no estaban al alcance nuestro”, rememora Guío, como futbolísticamente se le conocía. “Incluso a mi padre, a pesar de que ese no era su apellido, lo conocían así en Cáceres, donde era policía. Y él me aseguraba que no le importaba”, dice echando la vista atrás.

Junto a Marcos Martín, Bosch, Enrique y Paquito formó la delantera que consiguió aquel ascenso, aunque Guío jugaba de interior izquierda. No fue posible conservar la categoría. El Cacereño fue último. Y aunque al año siguiente peleó por volver a ascender, ya nunca más lo logró.

Además de las once temporadas en el Cacereño, Guió pasó algunos años en el Talavera. Fue entre medio y en dos etapas diferentes. La primera, coincidiendo con el servicio militar en Madrid. La segunda (dos años), estando ya en Cáceres. “Iba en tren”, explica. Estando en la capital, dice, jugó un partido con los compañeros del servicio militar y al final alguien se le acercó para ofrecerle jugar en un equipo de Madrid. Lo rechazó. “No recuerdo ni qué equipo era”. También le ‘tentaron’ desde Plasencia. “Un teniente del ejército, que era el presidente del club, me escribía unas cartas diciéndome lo bueno que era y pidiéndole a mi padre que me dejara jugar allí”. También lo rechazo, pero las cartas, asegura, las conserva.

Se inició tarde en el fútbol, “creo que tenía 12 o 13 años”, rememora él desde su casa en Cáceres. La Guerra Civil estuvo en medio y lo retrasó todo. Sus primeras apariciones en el Cacereño fueron en la campaña 1941-1942, siendo él muy joven, pero poco a poco se consolidó en un equipo que dejó en 1956, con 30 años, “porque me dijeron que, como yo ya tenía otro trabajo [en el Gobierno Civil], no me iban a poder pagar mi fichar”. Y así cerró una etapa de su vida que recuerda con cariño.

ANÉCDOTAS

De sus años de futbolista le quedaron unas molestias en el codo tras una luxación que le provocó “uno de Badajoz” e infinidad de recuerdos. Uno de los más dulces fue cuando jugó en el viejo San Mamés. “Tenía dudas de ir o no ir, porque estaba con los exámenes, creo que de quinto de bachiller. Le dije a mi padre que si iba, las suspendería todas y el me contestó: ‘La vida solo se vive una vez’. Y fui. Suspendí muchas, aunque por suerte no todas”.

Los viajes, los interminables viajes (“en ir a un pueblo valenciano tardamos una vez una semana”), también fueron un semillero de anécdotas. Sobre todo los que había que hacer al norte de África. En uno, cuando viajaban de Ceuta a Melilla por carreteras intransitables, el delegado del equipo, a mitad de camino, “en Alhucemas”, dijo que ya no seguía. “Le habían contado que los caminos daban miedo y él decía que no se jugaba la vida”, cuenta Guío. En otro viaje, también a Melilla, coincidieron con la familia Ozores, “a los que cedimos los mejores asientos del autobús” y, a cambio, le regalaron entradas para su próximo espectáculo. “Y fuimos”.

De los futbolistas con los que coincidió hizo gran amistad con Gañán y recuerda especialmente a Perete: “Le pegaba a la pelota con efecto”. Después fue incluso su entrenador. Y en cuanto a los técnicos, habla de Losada. “Vino del Atlético de Madrid y cuando entrenábamos nos hacía subir por la ladera de la montaña, a veces incluso con un compañero a la espalda. Era duro como un burro”.

Siempre sintió el cariño y el reconocimiento de la afición (“no podía salir a la calle si no era repartiendo saludos”), pero el día que decidió dejar el Cacereño se desconectó totalmente del fútbol. “Acabé cansado”, reconoce Guío, muy agradecido por su etapa en el Cacereño: “Empecé mi vida ahí”.