No recuerdo en qué momento empecé a considerarme feminista, a reconocerme como tal, así con todas las letras. Como toda mujer en esta sociedad patriarcal fui consciente desde temprana edad de que mi sexo condicionaba y hacía que se cuestionara mi capacidad para hacer tal o cual cosa a ojos de ciertos compañeros o adultos. He sentido esa discriminación en primera persona por el hecho de ser mujer y también conozco episodios cercanos a la agresión sexual que no voy a describir aquí. La cuestión no es que haya tenido mala suerte en mi vida, no son casos aislados, sino que desgraciadamente estas situaciones son cotidianas en la vida de la mayoría de las mujeres, ya que a diario sufrimos discriminación y otros tipos de abusos machistas, más o menos normalizados.

Una experiencia clara de ello fue la ocasión en la que tuve que defender mi puesto de trabajo cuando por el hecho de estar embarazada amenazaban con rescindir mi contrato. También he sido juzgada como mandona o presuntuosa por habilidades que reproducidas por mis compañeros varones son alabadas como capacidades de liderazgo.

Dentro del potencial inmenso del Movimiento Feminista, lejos de victimizarnos por todas estas vivencias cotidianas, el feminismo nos empodera, dándonos fuerza y energía para superar con más ganas las trabas y dificultades que se vierten sobre nosotras en diferentes ámbitos profesionales o personales en forma de actitudes machistas. Esa realidad de ser parte de una alianza global que denuncia, trabaja y supera de forma colectiva la sociedad desigual en la que vivimos es la gran fortaleza del Movimiento Feminista hoy en día. Sabemos que no caminamos solas y que juntas, millones de feministas desde diferentes partes del mundo, trabajamos por una sociedad que respeta a todos los seres vivos, animales y plantas, que cuide su planeta y que supere obstáculos para conseguir un mundo donde la desigualdad desaparezca. Cada vez somos más feministas y somos imparables.

Todas tenemos muy presente el pasado 8 de marzo, el desborde de una movilización desde una huelga laboral, estudiantil, de cuidados y de consumo. Feministas organizándose en todas las ciudades y en muchos pueblos. Una movilización intergeneracional que juntó a abuelas, madres e hijas y que mostró la transversalidad del movimiento y su capacidad transformadora. Fuimos conscientes de que el feminismo tiene el potencial de lograr algo que hasta entonces muchos no terminaban de creer y es que personas de toda condición se juntaran bajo el paraguas de la misma reivindicación: la igualdad entre hombres y mujeres, poniendo sobre la agenda política las reivindicaciones de un movimiento diverso que tiene muchos retos por delante.

Recientemente hemos asistido atónitas a sentencias con una seria deficiencia en perspectiva feminista en las instituciones. La justicia patriarcal ha mostrado de manera impúdica con la sentencia a ‘La Manada’ su patología crónica: el machismo. La respuesta social ha sido unánime al grito de «no es abuso, es violación». La sociedad hace denuncia de la falta de formación feminista de unas instituciones que reproducen la desprotección de las mujeres en casos así de terribles.

Este 8 de marzo ha tenido nuevos componentes. A la ilusión y la alegría reivindicativa se le suma una preocupante urgencia, la de aliarnos y trazar estrategias colectivas que frenen al movimiento reaccionario que ha despertado y viene corriendo detrás. No podemos ser las feministas las únicas que logren pararlo, pero sí tenemos la capacidad y el compromiso colectivo de aglutinar con fuerza a todos los sectores de la sociedad que vemos como inaceptable el retroceso de derechos que supone el auge del neofascismo.

Y aunque estoy absolutamente convencida de que la ola es imparable, no voy a negar inmensa preocupación al ver cómo la triple alianza reaccionaria ha entrado en Andalucía y no ha dudado en situar el movimiento feminista como enemigo. No es casualidad, al contrario, es señal de que la mayor transformación social que empuja el cambio viene de la mano del feminismo. Somos una amenaza para los que quieren un país donde las mujeres, las personas migrantes, los colectivos LGTBI y otros subalternos infrarepresentados, seamos de segunda. Un país donde algunos quieren convencernos que no decir «NO» explícitamente, aun estando en shock, implica que no es violación. Quienes piden el retroceso de derechos para que permanezcan intactos sus privilegios, nos van a tener enfrente siempre. Por otro lado, cada vez son más los compañeros que se unen a esta demanda por la igualdad y por revisar sus privilegios y destruir los patrones culturales machistas.

Seguimos compañeras, encontrándonos, uniéndonos e impregnando cada rincón, y los reaccionarios no van a poder ponerle puertas a este océano. Este 8 de marzo de 2019, con más motivo, hemos salido a las calles y las plazas. Porque no tenemos miedo y vamos a seguir luchando por lo que es justo, una sociedad igualitaria donde todas y todos podamos desarrollarnos en libertad.