Cuando tenía unos seis años mi tía me regaló un libro titulado ‘La mujer que no quería lavar los platos’. Era un relato sencillo sobre una pareja en la que habitualmente, después de comer, era ella quien se levantaba a recoger la mesa y a fregar mientras él se dirigía al sofá a ver la tele. Un día la mujer se rebeló y decidió que ella también se sentaría a mirar la televisión. El hombre, incrédulo, se pasó el resto del día entre cabreado y contrariado. Al día siguiente, después de comer, él se levantó y recogió los platos; ella lo siguió y fregaron juntos. A ambos se les brotó de nuevo la sonrisa en la cara.

Obviamente en la vida real el conflicto no se habría resuelto tan rápido y de una manera tan pacífica. Pero era un cuento adaptado a la infancia. Y yo nunca lo he olvidado.

Ese sencillo relato plantó en mí una semilla, una más de las muchas que hubo, que germinó y que continua muy viva. Que sigue creciendo. Entendí perfectamente qué era la igualdad y la justicia, aunque le pusiera nombre a los conceptos mucho después. También me ayudó a comprender lo que mi tía me repetía una y otra vez desde que yo era pequeña: «Que las cosas sean así no significa que no se puedan cuestionar». Lecciones de vida.

Porque el feminismo es un como un árbol que se alimenta de las raíces (las profundas y las visibles), que se hace fuerte en el tronco, del que brotan las ramas, y que termina dando sus frutos. Así hemos querido simbolizar la lucha de cinco generaciones. Así hemos querido plasmar cómo el avance en la conquista de derechos ha sido posible gracias a las que pelearon y no callaron (lo hicieron de muchas maneras). Gracias a las que recogen el testigo.

Desde una vecina centenaria de Moraleja (las raíces profundas) cuya infancia estuvo marcada por la Guerra Civil, hasta una alumna de un instituto de 16 años de Mérida (los frutos) que sigue batallando para que se entienda qué es el feminismo. Aquí tienen el resultado.

Sigamos plantando semillas, seguiremos recogiendo frutos.