XHxace justo 20 años publicaba un artículo que titulé El debut de España como gran potencia , en donde ponía de relieve que el ingreso de España en la entonces Comunidad Europea el 1 de enero de 1986 iba a obligarnos a adscribirnos al Primer Mundo y a abandonar las veleidades tercermundistas que habíamos tenido, participando, por ejemplo, en las Conferencias de Países no alineados.

La entrada en la Comunidad que habíamos perseguido desde que el Gobierno franquista recibiera las correspondientes calabazas en 1962 y que sólo se palió, parcialmente, con el acuerdo comercial de 1970 --trabajosamente negociado por el embajador Ullastres -- tardó, pues, 23 años, aunque solamente ocho si consideramos que la petición formal del Gobierno democrático de Adolfo Suárez sólo fue de 1977. Las negociaciones de ingreso no fueron fáciles y hubo que esperar a que la buena entente entre el presidente socialista francés Fran§ois Mitterrand y el nuevo jefe del Gobierno español Felipe González permitiera superar los temores franceses a la agricultura española. En el momento del ingreso en la Comunidad Económica Europea, y a pesar de que la coyuntura internacional iba mejorando por la caída de los precios del petróleo de los casi 30 dólares a principios de 1985 a los 15 dólares a principios de 1986, la economía española no iba bien. El desempleo era alto, el déficit publico se situaba en más del 6% del PIB y la inflación se colocaba en el 9%, con el agravante, además, de que se esperaba que la implantación del impuesto sobre el valor añadido (IVA) como consecuencia del ingreso en la Comunidad desencadenara por su parte efectos inflacionistas.

En estos 20 años de participación en la integración europea las cosas han ido bien tras el brutal ajuste industrial, coincidiendo con el ingreso de España en el entonces existente Sistema Monetario Europeo y el desmantelamiento arancelario subsiguiente al ingreso en la unión aduanera comunitaria. La participación en el marco comunitario ha serenado la política económica española de sus déficits y niveles inflacionarios anteriores y le ha dado nuevas perspectivas como consecuencia de varios factores.

El primero de ellos fue la habilidad de Felipe González para cuajar alianzas consiguiendo que España recibiera fondos europeos de hasta un 1% de nuestro PIB aprovechando la línea socialdemócrata impuesta para la Comunidad por Delors, Mitterrand y Kohl . El segundo ha sido la adscripción de España a las líneas de política económica equilibrada que se marcaron en el Tratado de Maastricht de 1992 y que obligaron a los sucesivos ministros de Economía (desde el primer mandato de Solbes , luego seguido por el ahora director general del Fondo Monetario Internacional, Rodrigo Rato , y ahora sucedido por Solbes en su segunda etapa) a evitar los déficit presupuestarios y a alinearse con las condiciones establecidas para poder entrar en el euro.

El tercero ha sido la entrada en el euro, que ha permitido que nuestra economía funcionara con los bajos tipos de interés fijados por el Banco Central Europeo desde Fráncfort, lo cual ha permitido una revolución en las posibilidades de inversión y de endeudamiento por parte de empresas y familias. Con estos parámetros y con la reubicación de España en la división intraeuropea de trabajo, aupada por las inversiones extranjeras en España que han sido favorecidas por la apertura inherente al ingreso a la Comunidad, la economía española ha ido convergiendo con las medias europeas. La cuestión a plantearse a partir de este vigésimo aniversario, connotado por una competencia asiática feroz, es lo que la UE ampliada a 27 o más miembros puede aportarnos cara al futuro respecto de lo que la Comunidad de 10 nos empezó a aportar a partir de 1986. Con las perspectivas financieras de la UE 2007-2013 aprobadas el pasado 18 de diciembre bajo la sombra del no Constitucional francés del 29 de mayo y los desalientos antiglobalización de la reunión de la OMC en Hong Kong, el modelo financiero dictado por Tony Blair hará que España ya sólo reciba un saldo neto de 6.000 millones para el sexenio cuando sin la ampliación y sin la convergencia española hubiéramos podido recibir 40.000.

Esto significa que para seguir con el modelo social europeo extendido ahora a la potente inmigración, España deberá luchar inteligentemente para resituarse en la división internacional del trabajo arañando --como decía hace unos días el presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, Miquel Valls -- los pocos recursos europeos existentes y para estar a la altura de lo que en el siglo XXI es formar parte de una UE heterogénea y a 30 y en un entorno, además, de globalización que, en 1986, ni siquiera intuíamos.

*Catedrático de la UB y presidentede Ciudadanos por Europa