Los buenos deseos de rigor al empezar un nuevo año se ven empañados estos días por el convencimiento poco menos que unánime de que el 2011 solo será, en el mejor de los casos, algo menos malo que el 2010 para la gestión de la crisis. Los vaticinios de los expertos y la atmósfera que se respira no permiten albergar grandes expectativas de mejora. En el horizonte se vislumbra una mezcla de austeridad a toda costa, paro estancado, desconfianza y la presión irreductible de los mercados, a la que deben añadirse las tensiones sociales que inducirán las reformas en curso --mercado laboral, edad de jubilación, supresión de subsidios-- dentro de un ciclo económico al que todavía le queda una gran capacidad de producción de malas noticias. Lo peor que puede suceder es que, con las municipales y autonómicas de la próxima primavera a la vista, los dos grandes partidos se dediquen a tirarse los trastos a la cabeza y renuncien a poner en limpio sus coincidencias. Los socialistas, movidos por la esperanza de reducir las dimensiones de la derrota que las encuestas pronostican en el conjunto del país; los populares, convencidos de que la próxima convocatoria tendrá los efectos de unas primarias y de que, cuanto mayor sea el estropicio de sus adversarios, en mejor situación quedarán para vencer en las legislativas del 2012. Ni siquiera el modesto crecimiento del PIB previsto para este año se antoja suficiente para evitar el espectáculo de los discursos altisonantes, que pueden incluso subir de tono si se concreta el final irreversible de ETA.