Acabamos de vivir una legislatura fallida. Empezó mal. Hubo que repetir elecciones, y gracias a que el partido socialista tuvo sentido de Estado no hubo necesidad de una tercera ronda electoral. Se invistió presidente a Rajoy, pero no pudo concluir el mandato. Encaró con relativo acierto el problema económico y ayudó a rebajar los índices de desempleo; sin embargo, fracasó en la cuestión catalana. Al final, el nacionalismo vasco lo dejó tirado al comprender que se le ofrecía una mayor oportunidad de obtener de Sánchez un rédito mayor, a pesar de que Rajoy les había bendecido con unos generosos presupuestos. La suma de votos del secesionismo catalán y de Podemos para la moción de censura era fácil de presumir. Unos y otros veían en Sánchez una víctima propiciatoria para alcanzar sus objetivos.

Con Pedro Sánchez al frente del timón tampoco se ha agotado la legislatura. Su mandato no ha contentado a casi nadie. Con comportamientos personales que han irritado a propios y ajenos, muchos de los suyos comenzaron a desconfiar de su ideario y de sus intenciones, y así se lo hicieron saber. La oposición le hizo objeto de escarnio. Y los independentistas catalanes acabaron por crucificarlo. Siempre se prefiere a Barrabás. Nadie se fía de mesías.

El Gobierno de Sánchez comenzó con un buen cartel de ministros mediáticos y progresistas. Sin embargo, el resultado práctico no ha sido tan positivo. Esclavo de las palabras de sus tiempos en la oposición, fulminó a Màxim Huerta por un pecadillo fiscal. La ministra Carmen Montón se destituyó sola por su falta de rigor en trabajos académicos. Después a otros miembros del Gabinete se les reprochó conductas parecidas, pero ya eran demasiados ceses y los pecados de los ministros de Justicia, de Ciencia y de Educación fueron perdonados.

Los demás miembros del Gobierno tampoco supieron lucir con esplendor. La ministra Montero, la más dinámica, por mucho empeño que pusiera no podía triunfar si se le encarga subir impuestos. Pedro Duque, después del susto con la sociedad instrumental, no supo bajar de las nubes. La ministra de economía, con un buen bagaje europeo, parece que se quedó allí. Borrell, que iba para azote del nacionalismo, a partir de que el jefe no diera la cara para condenar los oprobios de los secesionistas, se mantuvo navegando entre dos aguas y al final se le veía zozobrar sin rumbo por el piélago de la diplomacia. Siempre nos quedará por saber si los golpistas se habían cobrado la presa de su destitución. El ministro de Deporte se equivocó en la búsqueda de apoyos para su ley estrella. La ministra de Educación nunca supo lidiar con su cometido de portavoz. Y con una puesta en escena asaz patética se atrevió a defender una ley de educación ya difunta antes de nacer.

La oposición tampoco ha sabido colmar las expectativas. A Pablo Casado le he faltado sentido de Estado y le ha sobrado histrionismo. A Rivera, como siempre, se le ha visto navegar entre dos aguas. Siempre amagando y nunca dando. Podemos, cuestionado por las contradicciones de su líder y zarandeado por la crisis venezolana, ha comenzado a hacer aguas. No puede venderse lo que fracasa en los países en los que uno ha predicado. Los más avispados han comenzado a abandonar el barco. Errejón es el mejor colocado para en el futuro desembarcar en el partido socialista. La única formación que se ha mantenido impertérrita ha sido Vox. Eso explica su éxito en las elecciones andaluzas.

El nacionalismo catalán sigue campando a sus anchas. Continúa vendiendo falsos argumentos con la excusa del juicio del “procés”. Gobierno y oposición deben saber defender nuestra democracia dentro y fuera de España. No es tan difícil hacer ver que no se juzgan ideas sino acciones. La ley debe ser democrática y la verdadera democracia consiste en respetar la ley.

El 28-A ha de suponer una nueva oportunidad para la convergencia de las fuerzas constitucionalistas. El partido socialista debe dejar muy claro su aversión a pactar con el independentismo y debe centrarse en poner en práctica políticas sociales y económicas de progreso. La oposición debe demostrar que tiene proyectos serios para relanzar la economía y resolver el gravísimo problema del desempleo, sobre todo el juvenil. Cada organización política debe procurar superar sus errores y desterrar la corrupción.

Pero, sobre todo, es necesario dejar de enrarecer la atmósfera política y purificarla de actitudes crispadas. Esperemos que la clase política sepa estar a la altura de las circunstancias y aproveche esta nueva oportunidad. Los españoles nos lo merecemos.