Si España, más la sociedad civil que sus sucesivos gobiernos, no se hubiera preocupado de su suerte, aunque fuera de manera inconstante e impulsiva, la tragedia del pueblo saharaui figuraría probablemente para siempre en la olvidada lista de conflictos donde las televisiones nunca conectan en directo. Depuraciones, limpiezas o éxodos humanos y cotidianos que la comunidad internacional prefiere ignorar porque resulta más cómodo, barato y eficiente. La dictadura alauí actúa con alevosía e impunidad porque se reconoce a salvo, amparada por eso que el viejo lenguaje colonial denominaba grandes potencias .

Marruecos es el muro de contención frente al integrismo, como antes lo fueron el franquismo o la Mafia italiana frente al comunismo, dicta la geopolítica, que, como es bien conocido, nunca sufre problemas de conciencia y jamás aprende de sus errores. Marruecos es un mercado lleno de posibilidades para alguno de nuestros distinguidos socios europeos, especialmente si se sabe sacar partido de los jaleos diplomáticos y lograr ventajas competitivas para sus intereses.

Ya sabemos que es nuestro vecino y estamos condenados a entendernos. Y que en semejante escenario lanzarse al melodrama diplomático puede servir para echarle la culpa también de esto a Zapatero , aunque no mejorará la penosa situación saharaui. Todo eso es verdad. Pero igualmente cierto resulta que no hay por qué respetar la política de censura marroquí o declarar retenidos a los periodistas españoles detenidos, dar por buenas las explicaciones de Rabat sobre cualquier conflicto o pasar página porque lo importante es llevarse bien. La verdad, el respeto y la justicia también deben contar en nuestra política internacional. No por buena voluntad, sino por puro interés. Como bien avisa un proverbio árabe, "la primera vez que me engañes será culpa tuya, pero la segunda vez la culpa será mía".