La ley del aborto de 1985 fue fruto de una transacción imposible entre uno de los gobiernos que presidió Felipe González y los poderes fácticos de la época --políticos y eclesiásticos--, contrarios a la reforma. Los tres supuestos que permiten la interrupción del embarazo fueron fruto del ambiente del momento, limitaron la autonomía de decisión de las mujeres, pero supusieron un gran cambio de mentalidad. Se aprobó, en definitiva, una ley con demasiadas imperfecciones, pero cuyo escrupuloso cumplimiento es una obligación ineludible que debe ser garantizada.

Cosa diferente es la citación destemplada de mujeres que en su día se acogieron a la ley y ahora son llamadas como testigos por un juez de perfil muy conservador que ha dado curso a la denuncia de una asociación antiabortista de perfil nítidamente ultra. La ley puede desagradar más o menos, pero en ningún caso debe ser utilizada por sus adversarios para perturbar la vida de mujeres que en su día abortaron después de cumplir con los requisitos legales. En este sentido, no deja de sorprender que sea el Gobierno, a través de la vicepresidenta De la Vega, el que se comprometa a garantizar la "intimidad y los derechos" de las mujeres y no el poder judicial, de acuerdo con su función tutelar.

Parece más necesario que nunca revisar la ley y cambiarla por una de plazos que sea objetiva, clara y precisa, y que deje en manos de cada mujer tomar la decisión de abortar. El caso de las clínicas de Madrid y Barcelona sujetas a procedimiento judicial pone de relieve que cuando el margen de discrecionalidad es grande, es mucha mayor la posibilidad de que se transgreda la ley.