En la playa, en la montaña, tomando algo en una terraza, visitando atractivos lugares turísticos, de paseo con los niños o saturando una sala de conciertos. Si algo nos enseñan estos millones de imágenes publicadas en las redes sociales es que en muy poco tiempo hemos dejado de ser lo que éramos: una civilización entusiasmada de haberse conocido.

Los memes de ahora no son tanto un estallido de alegría como antaño, sino una forma como otra cualquiera de sortear el pánico. Motivos no nos faltan para sentir miedo: en pleno siglo XXI contamos con la inestimable ayuda de grandes biólogos, epidemiólogos, sanitarios y científicos, y, pese a todo, ahí sigue el corajudo coronavirus, campando a sus anchas sin que nada ni nadie le frene.

Actividades que hasta hace muy poco eran consideradas necesarias (besar, abrazar, socializar, hacer footing o celebrar un cumpleaños) son hoy día no solo censuradas, sino castigadas por el peso de la ley. Estar encerrados en casa como ratas es nuestro mejor pasaporte para seguir con vida.

No hagamos drama: sabemos que lo urgente es esperar, y que rebelarse contra el confinamiento es poco menos que solicitar el abrazo de la muerte.

Debo decir, yo que vivo en uno de los barrios más poblados de España, que el ciudadano medio está respetando las reglas impuestas por el Gobierno, hasta el punto de que hemos convertido las calles en decorados fantasmales. Nuestra gran misión es que no nos pille el virus... ni la policía.

Frenar esta pandemia va a ser complicado. No hay más que ver la actitud irresponsable -por pasiva- de los Gobiernos de países extranjeros donde el número de víctimas aún no es apabullante. Es como si estuvieran esperando el abrazo de la muerte antes de despejar la modorra que les atenaza.

Deberían aprender de España y hacer lo contrario de lo que hicimos nosotros cuando aún estábamos a tiempo. Eso les ayudaría a salvar muchas vidas.

*Escritor.