XUxn año después, con tan sólo cuatro días de diferencia, volvía uno a repetir su particular viaje al dolor para encontrarse de nuevo, cara a cara, con la muerte. Vino mi amigo Angel Campos Pámpano a Plasencia para acompañarme en el sentimiento por la muerte de mi padre e iba yo a San Vicente de Alcántara para acompañarle a él en el suyo por la muerte de su madre. Sí, dirán: ley de vida. Aquí llovía, como había estado haciéndolo toda la noche y casi toda la mañana. Allí, lucía el sol y el cementerio era un jardín en primavera.

A los muchos refranes que hacen alusión a las amenazas que se ciernen sobre este mes maldito, los poetas preferimos el seco verso de Eliot : "April is the cruellest month...". Abril es el mes más cruel. Los dos sabemos del consuelo que proporciona leer y, sobre todo, escribir poesía. A finales de ese aciago mes de 2001, Angel empezó a escribir poemas que, sin duda, atenuaban su pesar y así estuvo haciéndolo hasta poco antes del verano del 2003. Esa colección de palabras contra la muerte ha dado forma a un libro singular titulado La semilla en la nieve que acaba de aparecer en su editorial habitual, Pre-Textos. Siempre le he oído decir a Angel (con ese tono conminatorio bien conocido por quienes le frecuentamos) que no se debe decir de un libro que es el mejor de los que ha publicado su autor. Porque ese comentario afea una trayectoria, a buen seguro, sostenida y digna. Con todo, él sabe (y así lo ha confesado en una de esas conversaciones telefónicas con vocación de interruptas que mantiene con sus amigos) que acaso éste sea el mejor de los suyos. Uno, que lee sus poemas desde que era muchacho y que le conoce desde entonces, ha tenido esa sensación. Una impresión, me apresuro a decir, que como en todo lo concerniente a la poesía se basa en intuiciones. Nada referente a la lírica es susceptible de ser razonado como se argumentaría, pongo por caso, un descubrimiento científico. El lector que soy ha creído percibir, ya digo, una intensidad desusada, una precisión extrema, un aliento inspirado, eso es todo. No me pregunten el porqué. O sí, siquiera en parte. No en vano lo que está detrás de las palabras de este libro es la muerte, tema eterno de la poesía y, por tanto, de la vida. Y no una muerte cualquiera, sino la de la madre. Tampoco la de una madre en abstracto, sino la de Paula Pámpano y quien escribe, quien verbaliza esa desgracia tan humana, es, por fin, un hombre cualquiera, un hijo, sí, pero también un poeta. El círculo se cierra.

No me cabe duda que todas estas circunstancias han influido no poco en él hasta el punto de que su poesía nos parezca otra, algo normal si, como toca al caso, el poeta ha tenido que internarse en una exploración arriesgada, por tierras de frontera, en esos límites dudosos que marcan la separación entre lo que todavía es y lo que ya no podrá ser nunca.

De ese descenso a los infiernos, milagro de la poesía, no ha surgido unos versos amargos y oscuros sino esperanzados y luminosos. Del blanco del sol que fulge en las paredes encaladas del verano o de la nieve recién caída en las aceras del invierno.

Que nadie busque en los poemas de este libro poquedad o ñoñez. Ni toques lacrimógenos. Ya se dijo que estamos ante una aventura personal sustentada en la literatura (palabras mayores) y no ante una retahíla de tópicos en la más penosa tradición poética hispana. Puestos en el brete de elegir estirpes y modelos, que vengan de la fuente inagotable de Manrique (no distingamos ahora entre progenitores: estamos ante una honda meditación) y no de los sucesivos impostores de la queja. Del autor de las Coplas o de Vallejo, Celan, Gamoneda o Pushkin, por nombrar a poetas citados expresamente en el libro.

Lo he dicho muchas veces pero, por si acaso, lo repito: nada puede sustituir en un comentario de este tipo a la lectura serena y silenciosa del libro mencionado. Con él, su autor, además de afianzar su ya de por sí sólida posición en la poesía española de su tiempo, consigue lo que de verdad importa: usar la poesía como un arma cargada de consolación y de dulzura.

*Escritor